domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo I Episodio 2


Un mes después la migración de Damián, comenzaron las ferias y fiestas de la ciudad. Antonio disfrutaba de lo lindo recorriendo el recinto ferial en compañía de sus padres y hermanos, durante los cuatro días que estas duraban. Aquellas atracciones, ejercían sobre él un enorme deseo y anhelaba subirse en todas, aunque, al mismo tiempo, era consciente de que tendría que conformarse con disfrutar solo de las que sus progenitores consideraban de menor riesgo y, porque era sabedor de la exigua liquidez familiar, este lo aceptaba de buen grado y trataba de disfrutarlas a través de su propia imaginación. Caminando por el ferial, llegaron hasta la calle de las casetas que estaban destinadas a la alimentación. En las que estaban situadas a mano izquierda, se podían adquirir gran variedad de productos: patatas fritas, churros, gambas cocidas, trozos de coco, chufas, encurtidos, escabeches e infinidad de frutos secos; las situadas a la derecha del paseo, se dedicaban a vender, sobre todo, turrón de cacahuetes, el cual, venía en unos bloques grandes y estos eran troceados a golpe de hacha de cocina. Al final de la calle, se encontraban las casetas dedicadas al tiro con escopetas, dardos y arcos, además de una caseta dedicada a servir bebidas y comidas… Aprovechando que sus padres estaban tomando un refrigerio, observaba con detenimiento la caseta del tiro con arco, abstraído por completo e imaginando a su banda armada al estilo de Robin Hood para defender el acuartelamiento e incluso para cazar, como él había visto en alguna película de indios… Y, como colofón de las ferias y fiestas, justo al día siguiente de terminar estas, en casa de los  Hinojal-Sánchez celebraban una pequeña fiesta por el cumpleaños de su hijo menor y, una semana después de concluir las ferias, comenzaban las vacaciones estivales en el colegio y, por tanto, se presentaba la ocasión de pasar un divertido y entretenido verano para él y su pandilla. —Contaría con tres meses por delante para llevar a cabo todas aquellas ideas que fluían en su perspicaz y fantasiosa cabeza.
   Primer día sin colegio, a primeras horas de la mañana junto al «cuartel general»:
   —¡Atención! Todos atentos… Hoy, vamos a ir a cortar retameras…, y, aluego, más tarde, en busca de gamonitas —Planta erecta, de tallos huecos que pueden alcanzar hasta un metro de altura—. ¿Queda claro?
   —Antonio, ¿ y qué vamos hacé con eso? —curioseó Leandro.
   —¡Tú! —indicó, señalando a Moreno—, entra en el chiscón y coge el hacha y el serrucho que están en el cajón grande…, y date prisa…: que entoavía queda mucho por andar.
   —A la orden mi capitán —respondió ágil y enérgicamente con un pie dentro y el otro aún fuera de la barraca…, y, «en menos de lo que canta un gallo», ya estoy aquí —notificó Moreno, al tiempo que le mostraba las citadas herramientas, elevando una en cada mano.
   Tras cerrar la puerta, echar el candado e introducir la llave por el hueco que en su día utilizaban las gallinas cada vez que a estas les apetecía entrar o salir, emprendieron el camino sin más demora hasta llegar al lugar en que abundaban las retamas grandes, en las inmediaciones de la encina Peo, y después de mandar cortar y desbrozar aquellas que a él le parecieron idóneas:
   —¡A vé! vosotros tres —dijo señalando a Leandro, Miguel y Julio—. Llevá estos palos al Cuartel General y quedarsos allí hasta que yo llegue.
   —¡Jodél!, ¿y por qué, yo? —reprochó entre dientes,  Leandro.
   —Porque yo lo digo ¿Te parece bien? —recalcó.
   —Sí, vale. Ya sabemos que es siempre lo que tú digas…
   —¡Seguirme! —indicó a los demás—, que sé un sitio donde hay muchas gamonitas. —Y después de recoger, solo aquellas varas que eran rectas y de la temporada anterior—: ¡Vámonos, ya!…, que con estas tenemos de sobra
   Al retornar al punto de partida, sin previo aviso, salió corriendo hacia la piconera. —Pequeño almacén que tenía, José, para guardar las redes y el picón—, y al observar que la puerta estaba abierta de par en par, una vez allí, se tranquilizó al comprobar que su padre en el interior:
   —Hola, papa —dijo a la vez que le daba un par de besos.
   —¡De qué vendrás juyendo, Pirata! —exclamó con tono afectivo y suave.
   —Papa, ¿puedo cogé la alambre y el ovillo de cuerda?
   —¿Pa qué lo quieres?
   —Pa hacé arcos y flechas.
   —¿Y pa qué son esos achiperres, hijo?
   —Pa jugá y cazá.
   —La verdá hijo…, es que cada día me sorprendes con tus ocurrencias      —dijo con tono burlesco—. Pués llevátelo, pero escucha bien lo que te voy a decí: no se te ocurra cazá gatos, perros, gallinas ni ningún otro animal que tenga amo. Porque, si no es asín, te meto una zurra que te cagas por las patas pa'bajo.
   —No se precupe usté, papa, solo cazaremos pájaros y conejos de campo.
   —Y ten mucho cuidao de no jerí a naide. ¿T'has enterao bien?
   —Sí, papa. No se  precupe uesté.
   Una vez recogido el material, y un par de sacos de yute, se enfiló hacia el acuartelamiento emprendiendo una precipitada y veloz carrera para continuar con los planes previstos.
   —¡Moreno, coge la hoz y vente conmigo! —ordenó enérgicamente, tras retornar.
   —¿A ónde vamos a ir? —interpeló con voz tranquila, Moreno.
   —¡Venga!... Date prisa y no preguntes tanto ¡Jodé!
   —Es que me tengo que ir a comé enseguía…, que aluego, si llego tarde me riñe mí padre.
   —Pero, mi niño, si no vamos a tardá na…, es solo pa segá un poco de yerba…, pa llená estos sacos con ella.
   —¡Vale!… iré contigo, pero en cuantito que sea la hora de comé…: me voy pa mi casa.
   Una vez conseguido el objetivo se marcharon prestos a comer, con el fin de volver a reunirse después de la siesta, a eso de las cinco.
   La tarde estuvo animada y laboriosa, sobre todo, para Antonio, ya que él se tuvo que encargar de construir los arcos y la mayoría de las flechas.  El suyo, además lo adornó con unas plumas de gallina negra, dándole así el aspecto de ser el arco de un Jefe Indio y después de realizar varios tiros y comprobar  que las flechas no se dirigían en línea recta: «¿Qué pasará si le pongo un poquino más alambre en la punta?» —pensó.
   —Moreno, trai las estenazas que están en el cajón de herramientas y traime también el royo de alambre que está en el tejao.
   Antonio tomó una de las varas de gamonita y sujetándola entre las dos rodillas; tras darle cinco o seis vueltas, cortó y apretó el alambre con las tenazas:
   —A vé…, si ahora hay más suerte —manifestó Antonio, al tiempo que, de un salto, se puso en pie y ordenaba que le acercasen su arco.
   A continuación,  tensó el arco con todas sus fuerzas y, apuntando hacia un milano que sobrevolaba la zona, a la altura de los tejados, efectuó el disparo e impacientemente recorrió con la mirada varias veces la distancia entre el objetivo y la trayectoria de la vertiginosa saeta, mientras que, con los ojos como platos, observaba abstraído cómo esta se abría paso en línea recta hacia la oscura silueta, que en aquel instante surcaba los aires justo por encima de donde él se encontraba. Unos segundos después, fue testigo de cómo la flecha impactaba contra la rapaz y de cómo esta abandonaba a toda prisa el lugar después de haber recibido el inesperado impacto, dejando tras de sí una estela de plumas que se precipitaban suavemente en zigzag simulando el vaporoso y pausado vuelo de las mariposas.
   —¡Vaya hoctia que las metio, tío! —gritó eufóricamente Vicente, mientras que los demás aplaudían sin salir de su asombro.
   Tomó una vara de gamonita e introdujo la punta con la cabeza hacia atrás y prosiguió dándole cuatro o cinco vueltas con el alambre, y después de apretarlo cortó el sobrante con las tenazas.
   —¡Vamos a vé si hay suerte ahora! —gritó al tiempo que apuntó y disparó sobre uno de los sacos que haría las veces de diana.
   Le bastaron un par de segundos, para ser consciente de que algo había salido mal; la flecha había rebotado en el saco y yacía en el suelo junto a este sin más. Antonio corrió desesperadamente con la intención de descubrir cuál era la causa de su fallido intento, mientras que los demás se quedaron estáticos y en silencio, sin saber cómo reaccionaría este después de su segundo fracaso. Pero, para sorpresa del grupo, este regresó junto a ellos con una amplia sonrisa dibujada en su faz:
   — ¡Ya sé lo tengo que hacé!... Un poquino más de alambre…, y, ya está... Espérarme aquí   —ordenó—, que voy a la piconera y vengo enseguía…
   Diez minutos después, regresó portando un puñado de puntas de 17x70 mm.
   —¿Pa qué son las púas, Antonio? —interrogó Moreno.
   —Me s'ha ocurrío una idea.
   Los demás quedaron impávidos mientras observaban cómo este introducía en la gamonita una punta, con la cabeza hacía atrás y, calculando hasta donde llegaba la testa, cortó un trozo de alambre y justo detrás hizo un torniquete, y poniéndose en pie de un salto, se dispuso a comprobar si había merecido la pena tanto quebradero de cabeza. Pidió el arco de nuevo, apuntó hacia el saco, giró la cabeza hacia la derecha, cerró los ojos y efectuó el disparo, unos segundos después, el griterío y los aplausos de los integrantes de la banda le hicieron comprender que esta vez sí lo había logrado y regresó junto a estos caminando erguido, con los pulmones henchidos a rebosar y mirando en todas direcciones: sin tratar de disimular la emoción que le embargaba.
   Aquella tarde, el tiempo transcurrió de manera vertiginosa y, sin apenas darse cuenta, la oscuridad vespertina invadió por completo el lugar. Después de recoger y colocar las armas en el interior del acuartelamiento se despidieron y acordaron reunirse al día siguiente, como de costumbre, en la plazuela.
   El primero en aparecer en el lugar acordado fue Antonio. Y lo hizo acompañado de un cuaderno, un lapicero y dos cartones cuadrados; de unos cincuenta centímetros de lado, bajo el brazo, pegados al cuerpo. —En ellos había dibujado unos círculos de distinto tamaño, además de haberles pintado con diferentes colores—. Un par de minutos después, apareció Moreno, y, a eso de las nueve y cuarto, el resto:
   —Buenos, días Antonio, ya estamos todos —saludó Leandro, siendo este el último en llegar.
   —Hoy…, vamos a prepará un campo de tiro…, y vamos a vé quien tiene más puntería          —comunicó sin más.
   —¿A qué estamos esperando entonces? —irrumpió Pedro, con voz de pito.
   —¡Adelante, seguirme! —gritó Antonio, al tiempo que emprendía una apresurada carrera, los demás siguieron tras él, al trote, exaltados y gritando enérgicamente: «¡Bien!, ¡Bien!, ¡Bravo!, ¡Vivaaaa!», y, al aproximarse al acuartelamiento: «¡Venga! sacá los arcos, los sacos de yerba, el ovillo de cuerda y la hoz» —ordenó impetuosamente, y, una vez cumplido el mandato, tomó la madeja y se dispuso a medir la circunferencia de los sacos para asegurarse por dónde tendría que cortar la sirga y, a continuación, perforó los cartones por las cuatro esquinas, a una distancia de unos diez centímetros de los extremos hacia el interior. Posteriormente, introdujo el cabo por los orificios, con el fin, de amarrarles por detrás y lograr sujetar las dianas en los costales y, seguidamente, se dispuso a contar treinta pasos para situar la línea de tiro, dando para ello las zancadas tan grandes como le permitían sus largas y musculosas piernas,  y, una vez concluido, se dispuso a comprobar la eficacia del arco así como su propia destreza. Efectuados varios y fallidos intentos…, al comprender que ni el arco ni él eran tan eficaces como había presupuesto, determinó que sería mejor reducir la distancia, y la fue disminuyendo, de cinco en cinco pasos, hasta que al fin, pudo fijar la línea de tiro a unos quince pasos: a esa distancia, el arco era efectivo y dedujo que lo de acertar en las dianas sería cuestión de práctica.
   —¡A vé, escucharme bien! —chilló, tratando de llamar la atención de los nerviosos e impacientes arqueros—. Iremos tirando las flechas por edades y de dos en dos, primero los grandes…, y cuando tiremos las diez flechas cada uno, tienen que ir a recogerlas los siguientes en tirar y asín hasta el final… ¿Queda claro?... Y, en esta libreta, apuntaré todos los puntos que consiga cada uno…, y el que gane…, puede decí a ónde vamos o, a qué jugamos esta tarde..., ¿estáis de acuerdo? —balbució e informó.
   —¡Sííí, jefe!, lo que mande el capitán —contestaron la mayoría casi al unísono.
  Aunque sin aciertos, la competición arrancó bien: para sorpresa de los mayores. Los problemas, por decirlo de algún modo, surgieron en el turno de los alevines: estos no disponían de suficiente fuerza para tensar los arcos que habían sido elegidos para llevar a delante el evento. Al percatarse del asunto, Antonio dictaminó que realizasen el tiro con sus propios arcos, ya que estos habían sido construidos con ramas más delgadas y flexibles; pero la cosa no quedó solo ahí, tras realizar el primer intento, se dio cuenta que la eficacia de los arcos era también menor y trató de solucionarlo: restando la distancia de la línea de tiro para los más pequeños. Y, tras realizar varias pruebas y acortamientos, comprobó que tanto los arcos como los arqueros eran aptos a  ocho pasos: así que decretó que la línea de tiro quedaba fijada en quince para los mayores de once años, y, en ocho para el resto de participantes. Y, una vez solventados los contratiempos, disfrutaron de lo lindo el resto de la mañana. Sin importarles lo más mínimo que, aquel día, lo único que se anotó en el cuadernillo fueron los nombres de los participantes: ya que no solo fueron incapaces de acertar en las dianas, sino que ni siquiera lo hicieron en los sacos.
   Durante los quince días, la banda al completo, se empleó a fondo en la práctica y el ejercicio del tiro con arco. Los pasaron disfrutando, entre risas y decepciones y entre fallos y aciertos…, hasta que su destreza y el número los aciertos adquirieron la deferencia de aceptable. Fue, entonces y no antes, cuando: «Mañana iremos a cazá» —reveló Antonio, y tras el efusivo revuelo que provocó la noticia…, un par de minutos después—:«¡El que no esté en la prazuela!, a la hora acordada…, ¡se quedará en tierra!... ¿Está claro?» —advirtió antes de disgregar la reunión.
   —¿A qué hora, Antonio? —demandó alzando la voz Moreno.
   —¿Estás tonto, mi niño? A las nueve y media, como siempre —gritó, volviendo la vista hacia atrás, antes de desaparecer por las escaleras del portal.
   —Era solo pa no llegá tarde —respondió con tono triste y suave, mientras se despedía de él, agitando la mano.



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