domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo I Episodio 4


El mes de marzo comenzó y terminó con un fuerte y casi huracanado viento que perduró durante el día y la noche. Aun así y todo, no supuso ninguna dificultad para que los chiquillos acudiesen al centro escolar. Es más, incluso lo tomaron como algo divertido, ya que cuando regresaban a casa, a mediodía, después de comer, salían a la calle para recrearse con los apuros que tenían que lidiar los perros, gatos, gallinas o incluso los propios pájaros que deambulaban a su libre albedrío por la barriada: disfrutaban viendo como aquellos eran arrastrados por el inclemente viento… Uno de aquellos días, presenciaron salir volando todo tipo de materiales: sacos de papel, maderas... de una de las obras aledañas: quedando estupefactos al ver como eran derribadas por las virulentas ráfagas algunas de las paredes que habían sido levantadas por los albañiles el día anterior. Era tal la magnitud del viento que hasta las inmediaciones del «cuartel general» —distante a más de trescientos metros—, llegó un plástico de grandes dimensiones:
   —Vamos a cojé el presislá —chilló—, veréis que bien lo vamos a pasá.
   —Antonio, ¿qué te s'ha ocurrío? —balbució uno de los presentes.
   —Ahora lo vais a vé —respondió, al tiempo que entraba a la barraca en busca de la hoz.
   —¡A vé, Moreno!... Asujetalo bien que lo voy a cortá en tres cachos.
   Seccionado el dúctil material, tomó uno de los trozos, lo enrolló de manera tosca y se lo colocó bajo el brazo, después: se dirigió hacia la parte de atrás del canchal que brindaba resguardo a la barraca y, aunque no sin dificultad como consecuencia del implacable vendaval, logró acceder hasta la cima y, una vez allí, desplegó el plástico como buenamente pudo y, sin pensarlo, se lanzó al vacío… Su desbocado corazón bombeaba la sangre cargada de adrenalina al tiempo que iba ganando altura y, con más miedo que atrevimiento, se aferraba fuertemente al improvisado paracaídas, lleno de sentimientos encontrados, mientras desde las alturas oteaba como los demás corrían, aplaudían y gritaban con gran exaltación al ver que de súbito comenzó a descender de manera precipitada «Padrenuestro que estás en el cielo... te pido que no me pase ná... por favó Séñó te lo suplico» y, sin saber cómo ni por qué, después de recorrer por los aires más de cincuenta metros: «ejecutó un aterrizaje que cuantos profesionales quisieran...». La efervescencia y las ansias que generó el lindo final provocó que, desde el más chico al más grande, quisieran sentir en sus propias carnes la sensación de volar:
   —Lo siento, pero solo pueden tirarse los mayores —dijo tajantemente.
   —¡Jo! Yo también quiero... —protestó Moreno.
   —¡He dicho que no! —exclamó alzando un tono la voz—. Y, el que no me haga caso, le echo de la banda. ¿Queda claro?
   Aun sin ser conformes, acataron la orden sin rechistar y se satisficieron con mirar como se lanzaban, una y otra vez, sus compañeros de aventuras. Unos y otros lo pasaron en grande, sobre todo los que ejercieron de público: ya que no todos los aterrizajes eran tan precisos ni afortunados como en un principio. Aquel fin de semana lo estaban viviendo intensamente entre gritos, risas y alegrías, hasta que en uno de los saltos, Leandro, al comprobar que el aire le hacía ascender a más altura de lo habitual, invadido por el temor, el desconcierto y la desesperación, se soltó del paracaídas sin reparo alguno y tuvo el infortunio de romperse el brazo, a la altura del codo. La noticia corrió como la pólvora por el barrio. Al enterarse José de lo ocurrido, mandó a su hija Azucena en busca de Antonio. Unos minutos después, al verles venir hacia él, salió a su encuentro:
   —Ven aquí, Pirata —gritó—. Tú…, tú me vas a buscá la ruina, bandido; pero antes te mato a correazos, granuja.
   —Papa,  le prometo que yo  no he tenío la culpa —aclaró—, que s'han tirao ellos porque han  querío. ¡Se lo juro por mama!
   —T'he dicho que vengas aquí —insistió alzando la voz, arrugando el entrecejo, con el cinturón en la mano.
   —¿Pero qué vas a jacé, hombre? —irrumpió desde una de las ventanas, Miguel, el padre de Leandro—. No castigues al muchacho, que son cosas de juegos ¡Jodél!
   —Es que no idea cosa güena este bandido —respondió José, tratando de justificar su inusual actitud.
   —No, no te hagas mala sangre, José... Son muchachos y tién que juegá y lo que tenga que pasá, asína será.
   —Gracias por tomártelo asín Migué.
   —Tu hijo, es un muchacho noble y no hay maldá en él.
   —¡Eso es verdá!... Y también es mu bien mandao…, y cariñoso…; aunque es bastante travieso…, el mu joío.
   —Y, bien avispao que paéce el puñetero —respondió Miguel, al tiempo que se despedía con la mano.
   —Ve con Dios, Migué —dijo, dando por concluida la conversación.
   De regreso al colegio, antes de entrar en las aulas, Antonio trataba de contar sus aventuras como paracaidista a los incrédulos compañeros de clase:
   —No exageres tanto, chaval, que sabemos qué el aire que hacía era mucho; pero volar…, volar…: solo lo hacen los pájaros, los aviones, los helicópteros y las avionetas —largó de manera despótica Roberto, el compañero de pupitre.
   —Pos, si no te lo crees, apamplao, se lo preguntas al Leandro cuando venga a la escuela.   
   —¡Bah!..., ¡bah!..., ¿ese?..., ese miente más que corre, y tú…, poco más o menos.
   —El Leandro voló más alto y más lejos que yo... y si no se habiera soltao del paracaídas, estoy seguro que había enllegao hasta el tejao.
   —Qué bolero eres —dijo elevando el tono de su voz—: No te las crees ni tú.
   —Ya…, ya lo creerás cuando le veas con el brazo roto…, A vé que dices aluego, atontao.

 


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