El mes
de marzo comenzó y terminó con un fuerte y casi huracanado viento que perduró
durante el día y la noche. Aun así y todo, no supuso ninguna dificultad para
que los chiquillos acudiesen al centro escolar. Es más, incluso lo tomaron como
algo divertido, ya que cuando regresaban a casa, a mediodía, después de comer,
salían a la calle para recrearse con los apuros que tenían que lidiar los
perros, gatos, gallinas o incluso los propios pájaros que deambulaban a su
libre albedrío por la barriada: disfrutaban viendo como aquellos eran
arrastrados por el inclemente viento… Uno de aquellos días, presenciaron salir
volando todo tipo de materiales: sacos de papel, maderas... de una de las obras
aledañas: quedando estupefactos al ver como eran derribadas por las virulentas
ráfagas algunas de las paredes que habían sido levantadas por los albañiles el
día anterior. Era tal la magnitud del viento que hasta las inmediaciones del
«cuartel general» —distante a más de trescientos metros—, llegó un plástico de
grandes dimensiones:
—Vamos a cojé el presislá —chilló—, veréis
que bien lo vamos a pasá.
—Antonio, ¿qué te s'ha ocurrío? —balbució
uno de los presentes.
—Ahora lo vais a vé —respondió, al tiempo
que entraba a la barraca en busca de la hoz.
—¡A vé, Moreno!... Asujetalo bien que lo voy
a cortá en tres cachos.
Seccionado el dúctil material, tomó uno de
los trozos, lo enrolló de manera tosca y se lo colocó bajo el brazo, después:
se dirigió hacia la parte de atrás del canchal que brindaba resguardo a la
barraca y, aunque no sin dificultad como consecuencia del implacable vendaval,
logró acceder hasta la cima y, una vez allí, desplegó el plástico como
buenamente pudo y, sin pensarlo, se lanzó al vacío… Su desbocado corazón
bombeaba la sangre cargada de adrenalina al tiempo que iba ganando altura y,
con más miedo que atrevimiento, se aferraba fuertemente al improvisado
paracaídas, lleno de sentimientos encontrados, mientras desde las alturas
oteaba como los demás corrían, aplaudían y gritaban con gran exaltación al ver
que de súbito comenzó a descender de manera precipitada «Padrenuestro que estás
en el cielo... te pido que no me pase ná... por favó Séñó te lo suplico» y, sin
saber cómo ni por qué, después de recorrer por los aires más de cincuenta
metros: «ejecutó un aterrizaje que cuantos profesionales quisieran...». La
efervescencia y las ansias que generó el lindo final provocó que, desde el más
chico al más grande, quisieran sentir en sus propias carnes la sensación de
volar:
—Lo siento, pero solo pueden tirarse los
mayores —dijo tajantemente.
—¡Jo! Yo también quiero... —protestó Moreno.
—¡He dicho que no! —exclamó alzando un tono
la voz—. Y, el que no me haga caso, le echo de la banda. ¿Queda claro?
Aun sin ser conformes, acataron la orden sin
rechistar y se satisficieron con mirar como se lanzaban, una y otra vez, sus
compañeros de aventuras. Unos y otros lo pasaron en grande, sobre todo los que
ejercieron de público: ya que no todos los aterrizajes eran tan precisos ni
afortunados como en un principio. Aquel fin de semana lo estaban viviendo
intensamente entre gritos, risas y alegrías, hasta que en uno de los saltos,
Leandro, al comprobar que el aire le hacía ascender a más altura de lo
habitual, invadido por el temor, el desconcierto y la desesperación, se soltó
del paracaídas sin reparo alguno y tuvo el infortunio de romperse el brazo, a
la altura del codo. La noticia corrió como la pólvora por el barrio. Al
enterarse José de lo ocurrido, mandó a su hija Azucena en busca de Antonio.
Unos minutos después, al verles venir hacia él, salió a su encuentro:
—Ven aquí, Pirata —gritó—. Tú…, tú me vas a
buscá la ruina, bandido; pero antes te mato a correazos, granuja.
—Papa,
le prometo que yo no he tenío la
culpa —aclaró—, que s'han tirao ellos porque han querío. ¡Se lo juro por mama!
—T'he dicho que vengas aquí —insistió
alzando la voz, arrugando el entrecejo, con el cinturón en la mano.
—¿Pero qué vas a jacé, hombre? —irrumpió
desde una de las ventanas, Miguel, el padre de Leandro—. No castigues al
muchacho, que son cosas de juegos ¡Jodél!
—Es que no idea cosa güena este bandido
—respondió José, tratando de justificar su inusual actitud.
—No, no te hagas mala sangre, José... Son
muchachos y tién que juegá y lo que tenga que pasá, asína será.
—Gracias por tomártelo asín Migué.
—Tu hijo, es un muchacho noble y no hay
maldá en él.
—¡Eso es verdá!... Y también es mu bien
mandao…, y cariñoso…; aunque es bastante travieso…, el mu joío.
—Y, bien avispao que paéce el puñetero
—respondió Miguel, al tiempo que se despedía con la mano.
—Ve con Dios, Migué —dijo, dando por
concluida la conversación.
De regreso al colegio, antes de entrar en
las aulas, Antonio trataba de contar sus aventuras como paracaidista a los
incrédulos compañeros de clase:
—No exageres tanto, chaval, que sabemos qué
el aire que hacía era mucho; pero volar…, volar…: solo lo hacen los pájaros,
los aviones, los helicópteros y las avionetas —largó de manera despótica
Roberto, el compañero de pupitre.
—Pos, si no te lo crees, apamplao, se lo
preguntas al Leandro cuando venga a la escuela.
—¡Bah!..., ¡bah!..., ¿ese?..., ese miente
más que corre, y tú…, poco más o menos.
—El Leandro voló más alto y más lejos que
yo... y si no se habiera soltao del paracaídas, estoy seguro que había enllegao
hasta el tejao.
—Qué bolero eres —dijo elevando el tono de
su voz—: No te las crees ni tú.
—Ya…, ya lo creerás cuando le veas con el
brazo roto…, A vé que dices aluego, atontao.
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