domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo I Episodio 5


El mes de mayo transcurrió seco y caluroso. El verano se adelantó tanto que a principios de junio las temperaturas subieron excesivamente. La familia de Antonio vivía en la cuarta planta del edificio, justo debajo del tejado. Entre la vivienda y la cubierta existía una recamara, la cual, acumulaba todo el calor que el sol desprendía durante el día y, en las tórridas noches, al no existir el mínimo atisbo de aire: aquello se convertía en un horno. De nada servía el abrir las ventanas de par en par, el calor se filtraba a través del techo y el acto de dormir se hacía imposible:
   —¿Qué te paéce si mos vamos a viví a la orilla del río hasta que bajen estas calores?  —propuso José a Manuela.
   —Por mí, está bien...; pero creo que, será mejó que esperemos a que le den, al muchacho, las vacaciones en la escuela.
   —Vale, pero el sábado y el domingo iremos allí a prepará el sitio… y encuantito que esté preparao mos vamos p'allá con tós los chiperres —informó mientras se levantaba para, después de asearse y desayunar, irse a trabajar.
   El sitio elegido para pasar aquel verano, no era otro que en las inmediaciones de El Molino de la pared bien hecha, ubicado aguas arriba a unos dos kilómetros de la barriada. El lugar era frecuentado por infinidad de bañistas desde tiempos inmemoriales. Junto al molino, además de la confortable sombra que proporcionaba la hilera de alisos que discurría paralela junto al río y la explanada existente entre estos y el cauce del río, contaba con una zona de baños inmejorable para disfrutar de las cristalinas y refrescantes aguas, cuya profundidad media oscilaba entre uno y  dos metros, que hacían disfrutar a todos aquellos que se atrevían a surcar el espacioso y remansado tramo. El remanso del bravo caudal, surgió como consecuencia de la acción realizada por el hombre mediante la construcción de una represa con la finalidad de reconducir las aguas hasta las fértiles huertas que discurrían paralelas al río, así como de abastecer de agua a los molinos de grano y pimentón que aún estaban activos en la ciudad por aquel entonces.
  En primavera, el vendaval había derribado varios alisos en la zona elegida para acampar.
 A primeras horas del sábado, con la frescura de la mañana, montados en el ciclomotor se desplazaron hasta el lugar, José y Antonio y, unos minutos después, aparecieron  Joselito y Manuel a bordo del níveo Renault 4L, propiedad de este último. Tras saludarse con besos y abrazos, José indicó a sus hijos el lugar y número de hoyos que tendrían que realizar para levantar la residencia veraniega y provistos de pico y pala, comenzaron la excavación de los nueve hoyos, separados entre sí tres metros, en línea recta y cuya profundidad debía de ser como mínimo de cincuenta centímetros. Mientras tanto, José y el benjamín de la casa fueron a cortar los varales —de unos tres metros de longitud—, que harían las funciones de los pilares en la construcción de la rudimentaria enramada.
   —Papa, ya están los abujeros terminaos, ¿qué hacemos ahora? —solicitó Manuel.
   —Hay que traé muchos rollos pa retacá —informó y valiéndose de las manos hizo gestos para acompañar sus palabras—. Los más grandes como melones medianos y los más chicos como las granás.
Pasado un tiempo, una vez terminada la tarea encomendada:
   —Ya está, papa —avisó Manuel.
   —Bien, hijo. Ahora cogé los calabozos y cortá toas las retamas que poáis…, que aluego las llevaremos entre tós.
   —Papa, ¿y qué hago, yo? —requirió Antonio.
   —Tú —guardó silencio un instante, se pasó la mano por la barbilla—, vete llevando estos varales a ónde vamos a jacé el sombrajo…, y no los dejes juntos…, los que tién la jorquilla son los que van en los abujeros y los otros déjalos ande quieras.
   A eso de media mañana, sobre las once horas, tenían erguidos los nueve pilares y, a pesar que después de haber sido bien retacados con piedras y tierra, los de las esquinas fueron reforzados a modo de riostra, con el fin, de evitar  que en caso de tormenta esta dañase la estructura. Al lado izquierdo de la enramada, José mandó hacer otros tres agujeros y sobre ellos izó tres nuevos pilares, que en este caso eran, de menor tamaño y que una vez retacados quedaron a la mitad de altura que el resto. Este anexo quedaría recubierto en su totalidad por un gran toldo de camión, que a su vez quedaría anclado al suelo  por el peso de la tierra extraída de una pequeña  zanja que se hizo alrededor de toda la construcción, con el fin de evitar un posible encharcamiento tras una de esas torrenciales tormentas de verano… Esa zona estaba pensada para preservar todos los enseres necesarios para dormir, lavar, cambiarse de ropa, e incluso para refugiarse ellos mismos, en caso de tener que resguardarse de la lluvia. A mediodía, hicieron un alto para comer y, tras una ligera siesta bajo la sombra de los exuberantes alisos, una vez que restablecieron las fuerzas necesarias, prosiguieron con lo que, de allí en adelante, haría las veces de vivienda; al menos durante el candente verano que presentían, por cómo había comenzado el mes de junio.
   La parte de atrás del enramado, la que daba al camino, además de los pilares que sujetaban la estructura, se ató un alambre de punta a punta, en línea recta y cada cincuenta centímetros con dirección al suelo, o sea, en total cuatro líneas. Esto serviría para entretejer una tupida pared con las retamas, que además de proporcionar una espesa y placentera sombra, permitiría el paso del aire y, por tanto, haciendo así más agradable la estancia en el lugar. La cubierta, además del alambre, sería reforzada con múltiples varales, distanciándolos unos de otros a un metro, que harían las funciones de los cuarterones en los tejados de madera.
   Al día siguiente, domingo, acudieron al río, desde primeras horas de la mañana, la familia al completo. El sol lucía amenazante y con todo su esplendor y, a media mañana, el calor invitaba a adentrarse en las refrescantes y cristalinas aguas del Jerte. Tanto los adultos como los de menor edad disfrutaban zambulléndose y jugando. Los  adolescentes competían nadando para ver quien llegaba el primero a la otra orilla, los adultos enseñaban a los más pequeños a bracear y a mantenerse a flote sobre la superficie, mientras que las mujeres se afanaban en ir preparando una suculenta paella.
   Después de comer, dejaron transcurrir un par de horas antes de introducirse de nuevo en las cristalinas aguas, con el fin evitar un corte de digestión: según sus propias creencias. Los adultos aprovechaban esas horas, bien para echarse la siesta, o bien para jugar a las cartas. Por el contrario, los más jóvenes seguían jugando como si no les afectase, lo más mínimo, el sofocante calor.
   A media tarde, el río era invadido de nuevo por infinidad de personas. Estas producían tal algarabía con sus juegos y chapoteos que, incluso los peces tenían que refugiarse en sus cuevas… Posteriormente, sobre las ocho y media, las familias se disponían a hacer la típica merienda-cena, con el fin, de saciar el voraz apetito que les provocaba la diversión y el juego en las refrescantes, depuradas y oxigenadas aguas. Estas, bajaban serpenteando desde las sierras librando todos los obstáculos y las vertientes presentes en el abrupto terreno que presenta el Valle del Jerte, y, a medida se iban aproximando a la ciudad, además de irse reposando, permitían el aprovechamiento para la actividad hortícola, industrial y el disfrute de las personas: lo que propiciaba que muchas de las familias del barrio se desplazasen hasta el lugar. La mayoría de ellos iban y regresaban andando, ya que por aquella época eran muy pocos los que disponían de su propio automóvil, aunque si que abundaban las bicicletas y ciclomotores que los adultos utilizaban para acudir a sus puestos de trabajo principalmente.
   Una vez instalados en la enramada, Antonio, dejándose llevar por la curiosidad, se dispuso a averiguar lo que había al otro lado del tronco que se hallaba justo enfrente de su nueva morada. La pequeña y misteriosa isleta estaba separada por una bifurcación poco profunda del río, a unos tres metros de distancia de la reciente edificación. Uno de los alisos derribados en primavera, permitía el acceso al atrayente y enigmático lugar. Sin pensárselo, se dispuso a cruzar por el improvisado puente. Aunque, no sin dificultad, debido a la gran cantidad de ramas que se interponían entre un extremo y el otro. Ante la imposibilidad de continuar, desandando hacia atrás el trecho recorrido en la ramificada y escabrosa pasarela, con las ideas bien claras:
   —Papa…, papa, ¿puedo cogé el calabozo?
   —¿Pa qué lo quiés, hijo?
   —Me hace falta pa llegá hasta la isla.
   —¿Y pa qué quiés llegá?... Ahí no hay más que maleza, hijo. Te encontrarás  con árboles chiquininos, enreaeras y yerbajos... No pierdas el tiempo en cosas que no valen la pena hijo.
   —Papa, es pa jugá, ¿puedo cogerlo?
   —Está bien..., pero andate  con mucho cuidao, no te vayas a cortá.
   —Gracias, papa, y no se precupe usté, que andaré con vista.
   Comenzó a cortar las ramas que le impedían descubrir su objetivo, con tantas ansias que sus movimientos  harían evocar al cine mudo a cualquiera que viese al afanado muchacho. Un rato  después de haber emprendido la ardua y agotadora faena logró pisar el suelo de la recóndita isla, al comprobar que era cierto todo cuanto su padre le había anticipado: «¡Bah! No me importa, seguiré aluego, después de comer» —pensó, mientras regresaba hasta el enramado para saciar la sed y recuperarse del demoledor esfuerzo.
   —Mama, ¿puedo bañarme ahora? —consultó al cabo de media hora.
   —Espérate un poquino hijo, que aún estas sudao y te pué da un corte de digestión.
   —Mama…, pero si ya no estoy sudando.
   —T'he dicho que te esperes un rato más —dijo elevando la voz, poniendo serio el semblante—. Ya t'avisaré cuando pueas bañate.
   —Está bien, como usté diga…, mama ¿la ayudo en algo?
   —Gracias, hijo —expresó recuperando su tono usual—. Ahora no me hace falta, espérate diez minutinos más y te vas a bañá…, pero, estate atento pa cuando te llame…, que vamos a jamar enseguia.
   Después de comer y haber mal dormido la siesta, a eso de las cinco, retomó a la tarea de seguir desbrozando la selva. Un rato después, dando por concluida esta, trepó a uno de los árboles de la orilla y, desde una de las ramas próximas al agua, se lanzó al río de cabeza, zambulléndose en él como si se tratase de un Martín pescador en busca del sustento. Antonio surcaba las aguas con destreza, le gustaba nadar tanto en la superficie como en el fondo, y constantemente alternaba su peculiar forma de bracear, adentrándose en las profundidades y emergiendo a la superficie, de repente, se paró y poniendo el oído en alerta:
   —Mama, ¿m'has llamao? —voceó, desde el centro de río.
   —Sí, hijo. ¡Sarte ya! —respondió, utilizando el mismo método—: Que no es güeno está mucho tiempo endentro del agua
   —Ya, voy mama… Prepáreme un bocadillo grande ¡Que tengo mucha hambre!
   —¿De qué lo quieres, hijo?
   —¿Hay chope?
   —Sí, hijo, y mortadela también.
   —Lo quiero de chope... y me eche también un poquino de tomate frito por cima.
   A lo lejos, como cada atardecer desde que la familia al completo se había instalado en el enramado, se podía escuchar el inconfundible sonido emitido por el vetusto ciclomotor que anunciaba que José regresaba junto a los suyos, tras una larga, calurosa y agotadora jornada laboral. Después de saludar y besar a todos y cada uno de sus familiares, se desprendió de la ropa y, sin pensarlo, aunque extremando toda cautela posible, se introdujo en el río hasta la altura de las rodillas y comenzó con su ritual: en primer lugar, como si se estuviera lavando, se remojó un poco los brazos y el rostro; en segundo, el pecho y después se sumergió y comenzó a nadar y, tras haberse refrescado y aseado al mismo tiempo, notó  como el refrescante y relajante líquido consiguió mermar el cansancio acumulado. Al salir del agua, se dedicó a jugar con los más pequeños hasta que llegó la hora cenar y, después, aprovechando la resplandeciente luz que la generosa luna les brindaba y lo despiertos que los pequeños estaban, comenzó a contarles unos cuentos y leyendas que, además de entretenerles, servirían para que estos tomasen consciencia del significado de palabras como amistad, honra, respeto... hasta que vencidos por Morfeo se fueron quedando dormidos los infantes:  al igual que, en su día, lo hiciesen con él sus ascendentes.
   Antonio disfrutaba con todas las cosas que su padre le iba enseñando y esperaba con entusiasmo que llegase el fin de semana, ya que, el sábado por la tarde, le acompañaría por primera vez  a pescar. Eso era algo que hacía bastante tiempo estaba esperando, al igual que lo de aprender a conducir el ciclomotor; aunque tenía asumido que para esto último, aún era demasiado joven o al menos eso era lo que le había hecho saber su progenitor.
   Al día siguiente, se levantó con el sol y prosiguió con la tarea de cortar arbustos y herbazales hasta que llegó a unas largas, ramificadas y punzantes zarzamoras, en las cuales, había infinidad de racimos de moras que llamaron su atención, unos contenían verdes y rojas; otros, rojas y negras. Se acercó hasta ellas y comenzó a recoger y degustar las deliciosas bayas. El jugo que las maduras desprendían al ser destripadas y presionadas con la lengua sobre el paladar le hizo estremecerse. Notó como su boca se inundaba de abundante saliva, como consecuencia  del contraste agridulce de los frutos, mientras que se deleitaba con la mirada explorando el espacio liberado de maleza. «Bueno, creo que será suficiente pa jugá y si no…, ya continuaré arrancando hasta las zarzas si hace falta» —se dijo para sí mismo, al tiempo que llegaba a la conclusión de que las moras, además de quitar el hambre, servían para saciar la sed; aunque solo fuera por un breve periodo de tiempo, y dando por finalizada la tarea. Estaba contento, después de todo, el tiempo era ideal. No podía haber tenido un día más perfecto para desbrozar el islote. Cálido, sin viento, el cielo sin una nube... Lo único que tapaba el azul del cielo era la verde copa de los altos, desiguales y densos alisos.
   Los días discurrían fugazmente. Las semanas se convertían en días y estos, a su vez, en horas para Antonio, quién, además de nadar, jugar y custodiar a los pequeños, tenía que acudir todas las mañanas hasta la ciudad para recoger el pan o cualquier otra tarea encomendada por su querida madre y, para ello, contaba con su Orbea, bicicleta que  había heredado de sus hermanos mayores, y estos, a su vez, de su padre. Esta, contaba con un hermoso portaequipajes que José había encargado a un herrero, con el fin de facilitar el transporte de las costeras que servían para acarrear el pescado y todo el material necesario para capturarlos.



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