domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo I Episodio 8


En las noches, el río se quedaba desierto. Se podía escuchar el rumor melódico e incesante del discurrir de las aguas tras sobrepasar la represa y, de vez en cuando, el croar de las ranas; el armonioso y aplacador cric, cric, cric… de los noctámbulos grillos, que interrumpidos ambos, cada cierto tiempo, por el resoplido que emitía una lechuza que residía en lo alto del viejo y decrépito molino...
   Mientras tanto, las horas iban pasando, entre felices y divertidos sueños para Antonio, hasta que por la mañana, apenas comenzó a amanecer, fue despertado por una bandada de gorriones, que saltaban, gritaban y revoloteaban sobre el polvoriento camino, y, por un gallo, que enérgicamente con sus estridentes cacareos anunciaba el nuevo día desde lo alto de una de las paredes, del vetusto molino... Por todo ello, junto al delicioso aroma a café que desprendía un viejo y entiznado puchero rojo que Manuela había depositado sobre las ascuas, se levantó, en principio malhumorado; pero al percibir de nuevo el apetecible olor a cafeína, su ánimo y semblante terciaron:
   —Buenos días, mama.
   —Hola, hijo mío. ¿Qué tal has dormio?
   —Mu bien mama, ¿y usté? —respondió bostezando, aún con el rostro somnoliento.
   —Bien, bien también, hijo… Hoy, además del pan, tiés que traé una caja grande de galletas… Y no quiero que te enrees mucho en el barrio, hoy vienen tus hermanos a pasá el fin de semana y tendrás que está al cuidao de los muchachos.
   —Está bien, mama. Haré lo que usté me diga; pero primero, me ponga usté el almuerzo… que tengo más hambre que los pavos del «tío» Manolo.
   A primeras horas de la mañana, acudieron al río los amigos de Antonio, acompañados por sus padres y hermanos. Cuando esté regresó de buscar el pan y lo encargado por su madre, se dedicó a jugar con ellos hasta que, a eso de mediodía, llegó la extensa prole familiar y observó que, al bajarse de los vehículos, los pequeños estaban impacientes por lanzarse al agua.
   —¿Eh?... ¡Quietos ahí! —gritó— ¿A ónde vais tan corriendo?... Hasta que no os pongáis los manguitos y los flotadores no vais a ir al agua ¿Está claro?
   —Si quieres te puedo ayudá a cuidá de ellos —sugirió, Rocío.
   —Vale, mi niña, entre los dos será mejó —respondió con una sonrisa dibujada en sus labios.
   —¡A vé, mocosos! —exclamó, Rocío—. Vamos a juegá a los patitos.
   —¿A los patitos? —inquirió con desgano, Manolete.
   —¡Sí!... A los patitos —insistió enérgicamente—, el tío Antonio y yo seremos los papás…, y vosotros los hijos.
   —Y, ¿eso es un juego? —reiteró de nuevo, frunciendo el ceño y arrugando el morro, Manolete.
   —El juego es: que tenéis que estar todo el rato al lado nuestro y haciendo pio, pio, pio…      —informó, «la mamá de los patitos».
   —Y, el que no quiera jugá… se tiene que salí del agua ¿Está claro? —sentenció haciendo uso de los poderes que le otorgaba ser «el padre» de los pequeños ánades.
   «Pio, pio, pio…», comenzaron los pequeños a gritar hasta que, una hora más tarde, fueron requeridos para sentarse a comer. Y, después de la siesta, entre zambullidas y persecuciones, hasta llegar la hora de merendar.
   Unos sentados sobre las toallas y otros envueltos en ellas, comentaban lo bien que se lo estaban pasando, mientras daban cuenta de los sabrosos bocadillos:
   –¿Alguien sabe por qué las nubes siempre son asín, al escurecé? —consultó Rocío, al observar la forma y el colorido de aquellas sobre el horizonte.
   —Mi madre dice que es, porque la Virgen María está planchando las sabanas pa irse a dormí —afirmó con tono suave, Antonio.
   —¿Tan pronto se acuestan en el cielo? —cuestionó Moreno, con cara de incrédulo.
   —Pos…sí. ¡Claro que sí! —gruñó—. Y sí lo dice mi madre es porque es verdá, verdadera.
   —Qué pena me da —suspiró con voz lastimera, Rocío—. Ya se está acabando el verano.
   —Bueno…, bueno. Sin exagerá: que entoavía falta más de un mes  —aclaró, Antonio.
   —Sí, aún queda; pero el agua está mu fría, y no te creas que entran muchas ganas de bañarse —concretó muy convencida.
   —Pos, mi padre ha dicho que hasta que no empiece la escuela, no nos vamos pa'casa.
   —Nosotros, solo vendremos una semana más, según me ha dicho mi madre… ¡Uy! creo que nos vamos ya —exteriorizó Rocío, al tiempo que se ponía en pie—: están recogiendo toas las cosas.
   —Venga, mi niña… ya nos veremos otro día entonces…, y si no es aquí…, ya será en el barrio —respondió guiñándole un ojo.
  Al amanecer, se levantó eufórico y, conduciendo sus pasos hacía el islote, se dirigió hacia un álamo blanco que estaba situado en el centro de este con un claro propósito… El verano comenzaba a dar evidencias de que el fin de sus días estaba próximo. Aquel verano sería muy importante para él, además de por lo bien que se lo había pasado, porque comenzó a sentir algo más que amistad por Rocío.
   Después de comer, a eso de las cuatro, aparecieron en tropel y capitaneados por ella, una docena de escandalosos e inquietos muchachos:
   —Buenas tardes, seña Manuela —gritó esta a modo de saludo, al llegar junto a la enramada—, ¿no está el Antonio?
   —Hola, hija mía —respondió, a la par que señalaba con la mirada  hacia el islote—. ¡No sé qué andará haciendo! Lleva tó el santo día ahí endentro.
   —Seña, Manuela, ¿podemos dejá aquí las cosas?
   —¡Claro que sí, hija mía!... como si estarías en tu casa.
   —Hola, buenas tardes —dijo saludando con la mano desde el islote—. Rocío, ¿no me dijistes ayé que no vendrías más?
   —Pero era con mis padres, ¡tonto!
   —¡Ah! Yo creí que…, Rocío, ven que quiero enseñarte algo; pero pasa tú sola.
   —Qué me vas a enseña, ¿el qué? —inquirió extrañada, estando ya junto a él.
   —Primero una pregunta… ¿Vale?
   —Bien…, ¿ y?
   —¿A ti te gusta algún muchacho del barrio? —indagó, al tiempo que se sonrojaba.
   —Pos, claro que sí —respondió, sin poder evitar una pícara sonrisa.
   —Y…,  ¿tú me puedes decí, si le conozco?
   —¡Que tonto eres! ¡Ja, ja, ja!, y tú ¿no sabes quién es?
   —Pos…, la verdá es que no lo sé.
   —Me extraña mucho que no sepas na…, con lo listo que eres pa otras cosas… ¿Qué es eso que me querías enseña?
   —Bueno… creo que ahora si lo puedes vé… ¡Ven, acompáñame y cierra los ojos! —exclamó, con satisfacción.
   Al llegar junto al álamo blanco, posicionándola frente a este:
   —¡Ya puedes abrirlos¡
   —¡¿Qué quieres que vea, Antonio?!
   Sorprendido y desconcertado, por la pregunta, miró hacía el frondoso árbol:
   —¡Ah! Pero que tonto que soy —admitió al tiempo que se daba una palmada sobre la frente y quitaba la camiseta que había dejado colgada allí a propósito.
   —¡Hala! —gritó Rocío, al descubrir que sobre la corteza había tallado un enorme corazón, en el cual, atravesada la palabra Love por una flecha en cuyos extremos se podían leer sus respectivas iniciales: su cara se iluminó y sus alegres y chispeantes ojos brillaron tanto como el mismísimo sol. Antonio, por el contrario, permaneció pálido y, en silencio, sin saber cómo reaccionar… hasta que esta se acercó, para darle un cálido y sonoro beso en la mejilla.
   —¿Eso quiere decí que eres mi novia?
   —Pos, claro tonto… ¿creías que te iba a decí que no?
   —Es que estas cosas me dan un poco de vergüenza —reconoció tímidamente.
   —¡Venga! Qué... nos vamos a juegá…, o vamos a quedarnos aquí tó el tiempo, cómo dos tontos —sugirió Rocío.
   «¡Ja! que tonta, s'ha creío que yo no sabía quién la gustaba» —se dijo para sí mismo, mientras, en silencio, contemplaba con admiración los encantos de su preciosa novia.
   A partir de aquel día, Antonio tenía la sensación de que el tiempo transcurría más lento de lo normal… ansiaba regresar al colegio para contar a sus compañeros todo cuanto había acontecido durante el maravilloso e inolvidable verano; pero, sobre todo, para hacerles saber que Rocío y él eran novios.
   «Qué ganas tengo de vé al Roberto, pa vé la cara de apamplao que va a poné cuando se entere que la chica con la que sueña, ahora es mi novia» —pensó, sin poder evitar una amplia sonrisa:
   —¿De qué te estarás riendo tanto, pillín?» —musitó Rocío, al verle tan feliz.
   —No, mi niña, no me río de na… solo que hoy… es un día mu importante pa mí.
   —¡Ah, sí...! ¿Y por qué será?
   —No te hagas la tonta…, ¿acaso, tú, no lo sabes?
   —No, no lo sé… Tal vez.., si  me lo dices…, tú.
   —Tú y sólo tú… eres quien me hace sentí asín de feliz.
   —¡Jo! Qué tonto eres…; pero m'ha gustao que tú me lo digas.
   Durante aquél verano… había experimentado nuevas sensaciones. Por primera vez, sintió la atracción y el deseo sexual. Y, para los demás, los cambios en este eran notorios; sobre su rostro, podía apreciarse, además de las huellas del acné, como sobre su labio superior había surgido una escasa y oscura pelusa; en su cuello, había emergido una notable y huesuda nuez e incluso percibían como el timbre de su voz había adquirido, prácticamente en dos meses, un agradable tono metálico. Todo ello, junto a su altura —1.75—, su cuerpo atlético y lo atento y cariñoso que era…, no pasó inadvertido y, sin ningún propósito por su parte, se convirtió en el centro de atención de todas las mujeres, indistintamente de la edad que estas tuviesen; aunque él, pensaba y seguía mostrándose como lo que en realidad era: un simple chaval.
   Llegó la hora de trasladarse a la ciudad, la de incorporarse de nuevo a la vida escolar; aunque para él, no fuese precisamente el estudio lo que más le atrajese, sino el rencuentro con sus compañeros y la posibilidad de presenciar de nuevo los ensayos de la banda militar.
   En septiembre, a mediados, comenzaron a asistir al colegio sus amigos y, a través del juego, consiguió que estos se sintiesen atraídos por los desfiles y las marchas militares. Durante el recreo, se convirtió en habitual ver a la mayoría de los chavales desfilar al compás de la música: bajo las órdenes del «capitán» Hinojal.




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