domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 2


Reunidos en la barraca, un viernes al atardecer:
   —Como ya sabéis, y os dije el otro día…, mañana tenemos que madrugá pa ir al basural… ¡Que levanten la mano los que van a vení!
   —Antonio, ¿ a qué  hora y dónde ? —interrogó con voz de pito, Pedro.
   —El que no esté en la prazuela, a las nueve y media, se quedará en tierra ¿Queda claro?
   —¡Síííí! —respondieron como de costumbre...
   —¡Venga! Hasta mañana entonces —concluyó, dando por finalizada la conversación.
   Tras pasar la noche soñando con sus inquietudes, a eso de las ocho y media,  fue en busca de los perros y los llevó hasta la barraca, entró en la edificación y, unos segundos después, al salir, lo hizo acompañado de un largo y estrecho cajón de madera, el cual estaba provisto de seis ruedas que él mismo había extraído de dos, destartalados, porta bebés encontrados tiempo atrás en el vertedero municipal; en su parte delantera, sobresalía una gruesa cuerda de tres metros de largo, en cuyo extremo estaba atravesado un trozo de madera, de unos 80 centímetros de longitud, e intercalados, a un metro uno del otro, dos más. Los canidos saltaban y gritaban eufóricos sin tan siquiera ser conscientes del porqué y, después de sujetarlos por el collar en aquel armatoste con un trozo de cuerda, regresó a casa para recoger al pequeño Manolete y, tras retornar al «cuartel general», al comprobar que estaban todos:
   —¡Hala, mi niño! —indicó—. Súbete al trineo que nos vamos de viaje.
   Un sonoro y particular silbido ejecutado por Antonio fue suficiente para que los perros comenzasen a tirar del rudimentario artilugio. Emprendieron la marcha ladera arriba con brío, eufóricos..., los gritos de aliento y los ladridos de los canes evidenciaban la ansiedad por alcanzar la meta. Una vez que remontaron la cúspide de la loma, el trayecto se suavizó bastante, aunque el relieve del terreno estaba constituido en su totalidad por cerros y hondonadas. El lugar hacia donde se dirigían distaba de la ciudad unos cinco kilómetros. Durante el trayecto, Antonio supervisaba visualmente a los perros y al carruaje, los demás, seguían las instrucciones que él iba dando.
   —Mi niño, ¿vas bien ahí?
   —Sí, tío…, de chupilimanguili, ¿farta mucho pa llegá?
   —Entoavía falta un poquino…, pero vamos a pará enseguía en la fuente de los güevos güeros, que está ahí más abajino, llamada así por el olor que esta desprendía, ya que sus aguas eran sulfurosas.
   Al llegar a esta, liberó a los perros para que abrevaran y se refrescasen. Media hora más tarde emprendieron de nuevo la marcha: «A vé si tenemos suerte y encuentro lo que vamos buscando... Estoy seguro que a  la gustará lo que quiero hacé».
   —Antonio, ¿falta mucho?..., ¿qué hora es?..., ¿cuándo nos vamos pa casa? —inquirió Moreno, desorientado por el cansancio acumulado.
   —No, no…; solo falta un poquino…, ya estamos casi llegando…, detrás de aquel cerro está lo que vamos buscando —respondió al tiempo que señalaba con su dedo índice hacia uno de los collados.
  Cientos de metros antes de llegar, además de ver sobrevolando el lugar infinidad de buitres, águilas, milanos, cuervos y urracas… se notaba un intenso, pestilente y nauseabundo olor que invadía todo el término; entre el olor a podrido, a chamuscado y las humeantes bolsas de basura, pululaban cientos, miles, tal vez… millones de moscas que revoloteaban sobre cualquier resto orgánico en busca del sustento, o el lugar dónde depositar sus huevos para perpetuar su especie.
   El transformado, maloliente y pútrido lugar se encontraba ubicado en una finca de propiedad municipal entre retamas, majuelos, carrascas, encinas, alcornoques y un sinfín de grandiosos berruecos. El nauseabundo escenario nada tenía que ver con lo que siglos atrás había sido, durante años y años fue transitado por infinidad de arrieros que iban en busca de las piedras que preparaban y proveían cientos de canteros para construir las iglesias y casas señoriales que a pesar del tiempo transcurrido aún se mantienen en pie algunas de ellas en la reconocida y monumental ciudad de Plasencia.
   Para acceder al vertedero había que pasar a través de una cancela de hierro que estaba incrustada en una de las típicas paredes de piedra seca que abundan por la zona para   circundar y delimitar las fincas. Junto a ella, una pequeña y destartalada caseta que servía para dar cobijo, en los días de lluvia, al asalariado municipal; a la derecha, retirado de esta a un par de metros, bajo un árbol, dos bidones metálicos daban albergue a dos famélicos mastines, que con sus roncos y pausados ladridos alertaron al operario que algo o alguien ajeno al lugar se encontraba merodeando por las inmediaciones.
   Al abrir, Antonio, una de las dos hojas de la desconchada cancilla, el chirriante y tenebroso alarido producido por los goznes provocó que los que estaban allí para defender el infecto lugar emprendiesen una estampida, con el rabo entre las patas, aterrados por el misterioso rechinar.
   A lo lejos, detrás de un canchal, subiéndose los pantalones, cigarro en boca, apareció un hombre alto, corpulento y de aspecto bastante desatendido, de unos sesenta años, que tras quitarse el cinturón del cuello comenzaba a pasarlo por las trabillas del sucio, raído y ennegrecido pantalón:
   —Alto, ¿quién anda ahí?» —dijo elevando el tono de su grave y ronca voz.
   —¡Eh! Señó Manolo, que soy el Antonio…, el hijo de José el pescaó —respondió enérgicamente.
   —¿Y qué hoctia hacéis aquí?
   —Venimos a vé si hay alguna cosa que nos pueda serví.
   El resto de la expedición permanecían callados en el exterior, temerosos tanto por el lamentable aspecto como por el incesante y ronco ladrido de los que, a simple vista, el opaco y parasitado pelaje evidenciaban que su existencia difícilmente se podría encuadrar en el término vida, los mismos que tenían que defender aquel putrefacto lugar con uñas, dientes y hasta la muerte, si fuera menester, como lo harían los reyes de la selva, los mismos que en el mejor de los casos recibirían como premio un poco de agua y pan duro, en el hipotético caso de que estos no fuesen capaces de agenciárselo por su propia cuenta del mismo modo que lo hacían la aves, avispas, alimañas, rapaces, ratas y moscas que subsistían en aquel degradante y pútrido habitat, los mismos que ignoraban que se sentía al recibir una caricia humana, los mismos que fueron sentenciados a morir y ser devorados como cualquier resto orgánico que terminase sus días en el ponzoñoso e inhóspito lugar.
   —Aquí no puede entrá nadie, ¿no sabes leé? —dijo secamente el orondo y mugriento operario, mientras señalaba con su ennegrecido índice el cartel que estaba junto a la verja—. ¿Qué pone ahí?
—Pro-bi-do... el-pa-so y... ver-té... es-com-bros... sin-el per-miso de-el gu- gu- guarda… ba-jo murta… de mil… pejetas —balbució.
   —¡Entonces!... ¿Qué es lo que no has entendió?
   —Señó Manolo, pero yo le iba a pedí permiso a usté pa podé entrá —respondió, poniendo cara de no haber roto nuca un plato.
   —Bien…, ya que estáis aquí, os voy a dejá pasá por esta vez...; pero no quiero vorvé a veros por aquí… Y tené  mucho cuidao que no os pase na…; porque si ocurre algo, el responsable seré yo…, ¿ha queao claro?
  La inesperada actitud del que ejercía como dueño y señor del enorme montón de inmundicias propició que los que hasta entonces habían permanecido amedrentados,  nerviosos y en silencio, asintieran moviendo la cabeza con reiteración como consecuencia de la ansiedad que generó en ellos el saber que contaban con vía libre para llevar a cabo su objetivo principal.
   —No se precupe usté…, que de eso me encargo yo… —alentó a la par que con un gesto indicaba a los subordinados que le siguiesen y, un instante después, volviendo la vista atrás—. ¡Ah!, y muchas gracias señó Manolo.
   —No tardéis mucho…, que endentro de dos horas viene a descargá un camión, y no quiero que nadie os vea aquí…—informó balbuciendo el mugroso jornalero—: ¿M'habéis oío bien?   —dijo alzando la voz tanto como le permitieron las destensadas cuerdas vocales.
   —¡Sí, señó! —dijeron en voz altiva como tenían por costumbre: casi al unísono.
   —¡Venga, daos prisa!... Y cogé solo aquello que pueda valé pa algo —indicó a sus secuaces y obedientes amigos y, «en menos que canta un gallo», se dispersaron por el maloliente lugar. Y, desde la distancia, unos y otros, mostraban en alto y gritaban: «Antonio, ¿esto vale?» y,  él daba un sí o un no por respuesta según estimase oportuno. Una hora después, al comprobar que el rebusque entre la cochambre había sido considerablemente productivo: «¡Venga, muchachos vámonos, ya!». Y, tras percibir la orden, en un par de minutos, se situaron frente a la verja y el operario municipal.
   —Paece que s'os ha dao bien el viaje, ¿no?
   —Sí, asín es, señó Manolo... y gracias a usté, ya tengo lo que estaba buscando.
   —De na…; pero recuerda…, que aquí no se puede entrá y si vorvéis a vení… no os dejaré pasá. ¿Te quea claro?
   —Sí, señó. Y, no se precupe usté, le juro que no volveremos más.
   Dos horas después, debilitados, jadeantes y empapados en sudor, a eso de las dos y media, con el tiempo justo para irse a comer, llegaron al punto de partida.
   —Dejá tó endentro y regresá cuando podáis… Esta tarde, veremos que se puede hacé con lo que hemos traío… ¡Asín que venga!, cada mochuelo a su olivo —ordenó, haciendo uso de la frase que don Luis, el profesor de quinto, tenía por costumbre utilizar cada vez que tenía que intermediar en alguna disputa entre el alumnado.
   Después de comer, a eso de las cuatro, Antonio caminaba hacia la barraca, con intención de inspeccionar en solitario el botín matinal, de repente, se detuvo en seco al observar, desde la distancia, a dos hombres que con dificultad transportaban algo voluminoso y, unos segundos después, fue testigo de cómo se desprendían de la pesada carga arrojándola sobre una mancha de achaparradas carrascas que daban albergue a uno de los múltiples y descontrolados estercoleros  que se hallaban diseminados por doquier. Eso bastó para que en su interior bullese un enorme deseo por saber que habría detrás de todo aquello tan sospechoso. «¡Bah!, cuando vengan los muchachos iremos a vé si nos puede serví pa algo» —pensó, mientras introducía la llave en el candado para adentrarse en aquél maravilloso lugar que su padrino había construido un año antes de tener que  emigrar a Madrid, tal vez porque el «destino» tenía previsto que el chiscón  acabaría convirtiéndose en el lugar de esparcimiento de su ahijado y los amigos de este. «A vé que tenemos aquí, una mesa, las sillas y el brasero, esto lo meteremos en la parte de atrás…; con el cuadro de bici que hemos traío y con las ruedas que hay en la piconera, podré hacé una bicicleta nueva...». Un rato después, fue restablecido de su abstracción, al oír a sus espaldas, frente a la puerta, una voz muy familiar:
   —Pero ¿De ónde has sacao tó eso, Pirata?
   —Hola, papa. Lo hemos traío del basural —respondió, a la par que se puso en pie para darle dos besos.
   —¡¿Del vertedero?! —exclamó a la vez que su rostro se tornaba entre enojado e incrédulo. ¿Hasta allí sos hay alargao?
   —Sí, papa. Esta mañana salimos temprano y pa la hora de comé ya estábamos en casa.
   —T'he dicho más de mil veces… que no quiero que t'alargues del barrio… Y mucho menos si tiés que cruzá la carretera… El día que ocurra anguna desgracia a los muchachos, te culparan a ti de tó; pero antes de que eso ocurra, te voy a encadená a la pata de la cama pa que me hagas caso.
   —No se ponga usté asín. Le juro por Dios, que no voy a ir allí nunca más.
   —Cómo me entere otra vez…, con este que ves aquí —balbució llevándose la mano al cinto—, te saco la piel a tiras.
   —Papa…, ¿me puedo traé un saco de picón aquí? —consultó exhibiendo sus manos juntas en manifiesto ademán de súplica.
   —¡¿Picón?!
   —Sí papa,  es pa cuando llegue el invierno… y… pa cuando vengan los muchachos aquí, a jugá.
   —Está bien, hijo…; pero te lo traes cuando arrecie el tiempo…, y ten cuidao de no gastá más que lo que sea menesté, ¿m'has oio bien?
   —Sí, papa… ¡Muchas gracias!
   —¡Quea con Dios, hijo! —dijo a modo de despedida al tiempo que se giraba y retornaba a casa.
   Por el camino, venían veloces como un venablo, Pedro y Moreno. «Buenas tardes, señó José» —dijeron al coincidir frente por frente, a la par que aminoraban la marcha y casi al unísono.
   —¡Güenas están!..., ¿ a ónde iréis tan corriendo, el par de pollos?
   —Vamos en busca del Antonio —respondió Pedro—. ¿Sabe usté si está en el cuartel general?
   —¡¿Cuarté generá?!... ¿a ónde quea eso, hijo? —interpeló con cara de asombro.
   —¿Qué si está el Antonio en el chiscón? —dijo Moreno.
   —Sí, allí anda… No sé, qué será, lo qué os traeréis entre manos ¡Granujas!
   —Na, señó José... cosas del Antonio, ya sabe usté —refirió Pedro.
   —¡Venga, seguí corriendo!... Y, tené cuidao, que las desgracias andan siempre al acecho.
   —Adiós señó José, que tenga usté una buena tarde —dijo Moreno, a la par que reanudaban la carrera.
   —¡Dir con Dios!
   Desapareciendo, José, entre las calles y los blancos edificios, con suaves movimientos y vaivenes de cabeza y dibujada una leve sonrisa en su rostro «Que cosas tiene el joio muchacho» —pensó mientras caminaba—: «Güeno…, al fin y al cabo se trata de juegos sin maldá…, la verdá es que hasta ahora no me pueo quejá… Peó sería que fuese un vándalo…; aunque de seguí asín, puede angún día me traerá quebraeros de cabeza».
   Hasta la misma puerta de la barraca, llegaron jadeantes y sudorosos, quienes rivalizaban por ver quién era el primero en poner un pie dentro de la barraca.
   —Buenas, tardes Antonio. Ya estoy aquí —dijeron a un tiempo, los recién llegados.
   —Hola. He visto que estabais hablando con mi padre, ¿qué os ha dicho?
   —Na..., bueno sí, que adónde íbamos tan aprisa —aclaró Moreno.
   —Es que, m'ha reñio por lo de esta mañana…, y m'ha probido volvé allí.
   —No te precupes, Antonio… De todas formas, el gordo asqueroso no va a dejá que nosotros entremos... Lo dejó bien claro esta mañana —recordó Pedro y, tras un breve silencio—: ¿Esperamos a alguien pa colocá tó esto? —consultó.
   —Sí, esperaremos a que vengan tós. Cuando he llegao aquí, he visto a dos hombres que […], asín que cuando los demás estén aquí, iremos a vé de qué se trata.
   —Bien, como tú digas; pero creo que enmientras, podemos ir colocándolo.
   —Antonio…, la mesa, las sillas y el brasero sé pa que pueden serví…; pero el baúl y la maleta de madera, no tengo ni idea  —expresó Moreno.
   —Pos…, está más claro que el agua, además de pa meté cosas puede serví pa sentarnos también, ¿no?
   —Tienes razón, no me he dao cuenta.
   —Por allí vienen los «la banda del peo, que son pocos y feos» —profirió tratando de hacerse el gracioso, el de la voz de pito.
   —Vamos a resolvé el misterio —instó Antonio, al salir de la barraca.
   —Pero ¿a ónde vamos? —interrogó uno de los recién llegados.
   —¡Segirme!... Detrás de aquellas carrascas, se encuentra oculto algo que precisaba de la fuerza de dos hombres y estoy seguro que puede sé algo valioso pa nosotros.
   Emprendieron una veloz arrancada ladera arriba. Apenas bastaron  cinco minutos para que llegasen jadeantes y sin aliento. Al descubrir que se trataba de un sofá cama, gritando con alegría, saltaron sobre él con la intención de descansar. Tras recuperar el aliento y haber reposado durante quince minutos, llegó la hora de trasladarlo, aunque no sin dificultades por lo abrupto del terreno, lograron cumplir el objetivo:
    —¡Vaya, lo que nos  faltaba ahora! —gruño Vicente.
   —¿Crees qué no cabe? —inquirió con ironía, Antonio.
   —Me apuesto lo que tú quieras… a que no podemos meterlo.
   —¿Tan seguro estás?... Como se nota que en tu casa no tenéis sofá, ¿verdá?
   —Y, ¿eso que tiene que vé? —replicó con cara de pocos amigos.
   —Pos, mucho... ahora vas a vé como vale más la maña que la fuerza —refirió luciendo una amplia sonrisa.
   Tras varios e infructuosos intentos, cuando estaban a punto de renunciar a su empeño,  lograron traspasar la puerta principal y, una hora más tarde, el sofá ocupaba la ubicación predestinada. Después, dando ordenes como si de un decorador se tratara, quedaron ubicadas la mesa camilla, las sillas, el baúl y la vieja maleta. «Espero que le guste a Rocío donde lo he puesto» —se dijo para sí mismo, mientras contemplaba con satisfacción la acogedora estancia.
   —Bueno, chavales ya lo tenemos tó preparao… Mañana invitaré a las muchachas pa vé que las parece el cambio.
   —¿Van a vení ellas aquí a juegá? —preguntó con desaire Leandro.
   —Sí, si ellas quieren..., ¿por qué no? —respondió Antonio.
   —Pos no sé pa qué, si además, nosotros juegamos a otras cosas que ellas.
   —Si no estás de acuerdo —dijo señalando con el mentón—, ya sabes a ónde tienes la puerta.
   —Está bien —dijo entre dientes—. Tú eres el que manda aquí,  el que ordenas y el que amenazas, así cualquiera...
   —¿Cómo dices? —inquirió alzando la voz.
   —Nada, nada. Que estoy de acuerdo —mintió descaradamente.
   —¡Ah!,  m'había pareció escuchá otra cosa.
   La tarde prosiguió entre juegos y persecuciones de manera pacífica.




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