Reunidos
en la barraca, un viernes al atardecer:
—Como ya sabéis, y os dije el otro día…,
mañana tenemos que madrugá pa ir al basural… ¡Que levanten la mano los que van
a vení!
—Antonio, ¿ a qué hora y dónde ? —interrogó con voz de pito, Pedro.
—El que no esté en la prazuela, a las nueve
y media, se quedará en tierra ¿Queda claro?
—¡Síííí! —respondieron como de costumbre...
—¡Venga! Hasta mañana entonces —concluyó,
dando por finalizada la conversación.
Tras pasar la noche soñando con sus
inquietudes, a eso de las ocho y media,
fue en busca de los perros y los llevó hasta la barraca, entró en la
edificación y, unos segundos después, al salir, lo hizo acompañado de un largo
y estrecho cajón de madera, el cual estaba provisto de seis ruedas que él mismo
había extraído de dos, destartalados, porta bebés encontrados tiempo atrás en
el vertedero municipal; en su parte delantera, sobresalía una gruesa cuerda de
tres metros de largo, en cuyo extremo estaba atravesado un trozo de madera, de
unos 80 centímetros
de longitud, e intercalados, a un metro uno del otro, dos más. Los canidos
saltaban y gritaban eufóricos sin tan siquiera ser conscientes del porqué y,
después de sujetarlos por el collar en aquel armatoste con un trozo de cuerda,
regresó a casa para recoger al pequeño Manolete y, tras retornar al «cuartel
general», al comprobar que estaban todos:
—¡Hala, mi niño! —indicó—. Súbete al trineo
que nos vamos de viaje.
Un sonoro y particular silbido ejecutado por
Antonio fue suficiente para que los perros comenzasen a tirar del rudimentario
artilugio. Emprendieron la marcha ladera arriba con brío, eufóricos..., los
gritos de aliento y los ladridos de los canes evidenciaban la ansiedad por
alcanzar la meta. Una vez que remontaron la cúspide de la loma, el trayecto se
suavizó bastante, aunque el relieve del terreno estaba constituido en su
totalidad por cerros y hondonadas. El lugar hacia donde se dirigían distaba de
la ciudad unos cinco kilómetros. Durante el trayecto, Antonio supervisaba
visualmente a los perros y al carruaje, los demás, seguían las instrucciones
que él iba dando.
—Mi niño, ¿vas bien ahí?
—Sí, tío…, de chupilimanguili, ¿farta mucho
pa llegá?
—Entoavía falta un poquino…, pero vamos a
pará enseguía en la fuente de los güevos güeros, que está ahí más abajino,
llamada así por el olor que esta desprendía, ya que sus aguas eran sulfurosas.
Al llegar a esta, liberó a los perros para
que abrevaran y se refrescasen. Media hora más tarde emprendieron de nuevo la
marcha: «A vé si tenemos suerte y encuentro lo que vamos buscando... Estoy
seguro que a la gustará lo que quiero
hacé».
—Antonio, ¿falta mucho?..., ¿qué hora
es?..., ¿cuándo nos vamos pa casa? —inquirió Moreno, desorientado por el
cansancio acumulado.
—No, no…; solo falta un poquino…, ya estamos
casi llegando…, detrás de aquel cerro está lo que vamos buscando —respondió al
tiempo que señalaba con su dedo índice hacia uno de los collados.
Cientos de metros antes de llegar, además de
ver sobrevolando el lugar infinidad de buitres, águilas, milanos, cuervos y
urracas… se notaba un intenso, pestilente y nauseabundo olor que invadía todo
el término; entre el olor a podrido, a chamuscado y las humeantes bolsas de
basura, pululaban cientos, miles, tal vez… millones de moscas que revoloteaban
sobre cualquier resto orgánico en busca del sustento, o el lugar dónde
depositar sus huevos para perpetuar su especie.
El transformado, maloliente y pútrido lugar
se encontraba ubicado en una finca de propiedad municipal entre retamas,
majuelos, carrascas, encinas, alcornoques y un sinfín de grandiosos berruecos.
El nauseabundo escenario nada tenía que ver con lo que siglos atrás había sido,
durante años y años fue transitado por infinidad de arrieros que iban en busca de
las piedras que preparaban y proveían cientos de canteros para construir las
iglesias y casas señoriales que a pesar del tiempo transcurrido aún se
mantienen en pie algunas de ellas en la reconocida y monumental ciudad de
Plasencia.
Para acceder al vertedero había que pasar a
través de una cancela de hierro que estaba incrustada en una de las típicas
paredes de piedra seca que abundan por la zona para circundar y delimitar las fincas. Junto a
ella, una pequeña y destartalada caseta que servía para dar cobijo, en los días
de lluvia, al asalariado municipal; a la derecha, retirado de esta a un par de
metros, bajo un árbol, dos bidones metálicos daban albergue a dos famélicos
mastines, que con sus roncos y pausados ladridos alertaron al operario que algo
o alguien ajeno al lugar se encontraba merodeando por las inmediaciones.
Al abrir, Antonio, una de las dos hojas de
la desconchada cancilla, el chirriante y tenebroso alarido producido por los
goznes provocó que los que estaban allí para defender el infecto lugar
emprendiesen una estampida, con el rabo entre las patas, aterrados por el
misterioso rechinar.
A lo lejos, detrás de un canchal, subiéndose
los pantalones, cigarro en boca, apareció un hombre alto, corpulento y de
aspecto bastante desatendido, de unos sesenta años, que tras quitarse el
cinturón del cuello comenzaba a pasarlo por las trabillas del sucio, raído y
ennegrecido pantalón:
—Alto, ¿quién anda ahí?» —dijo elevando el
tono de su grave y ronca voz.
—¡Eh! Señó Manolo, que soy el Antonio…, el
hijo de José el pescaó —respondió enérgicamente.
—¿Y qué hoctia hacéis aquí?
—Venimos a vé si hay alguna cosa que nos
pueda serví.
El resto de la expedición permanecían
callados en el exterior, temerosos tanto por el lamentable aspecto como por el
incesante y ronco ladrido de los que, a simple vista, el opaco y parasitado
pelaje evidenciaban que su existencia difícilmente se podría encuadrar en el
término vida, los mismos que tenían que defender aquel putrefacto lugar con
uñas, dientes y hasta la muerte, si fuera menester, como lo harían los reyes de
la selva, los mismos que en el mejor de los casos recibirían como premio un
poco de agua y pan duro, en el hipotético caso de que estos no fuesen capaces
de agenciárselo por su propia cuenta del mismo modo que lo hacían la aves,
avispas, alimañas, rapaces, ratas y moscas que subsistían en aquel degradante y
pútrido habitat, los mismos que ignoraban que se sentía al recibir una caricia
humana, los mismos que fueron sentenciados a morir y ser devorados como
cualquier resto orgánico que terminase sus días en el ponzoñoso e inhóspito
lugar.
—Aquí no puede entrá nadie, ¿no sabes leé?
—dijo secamente el orondo y mugriento operario, mientras señalaba con su
ennegrecido índice el cartel que estaba junto a la verja—. ¿Qué pone ahí?
—Pro-bi-do...
el-pa-so y... ver-té... es-com-bros... sin-el per-miso de-el gu- gu- guarda…
ba-jo murta… de mil… pejetas —balbució.
—¡Entonces!... ¿Qué es lo que no has
entendió?
—Señó Manolo, pero yo le iba a pedí permiso
a usté pa podé entrá —respondió, poniendo cara de no haber roto nuca un plato.
—Bien…, ya que estáis aquí, os voy a dejá
pasá por esta vez...; pero no quiero vorvé a veros por aquí… Y tené mucho cuidao que no os pase na…; porque si
ocurre algo, el responsable seré yo…, ¿ha queao claro?
La inesperada actitud del que ejercía como
dueño y señor del enorme montón de inmundicias propició que los que hasta
entonces habían permanecido amedrentados,
nerviosos y en silencio, asintieran moviendo la cabeza con reiteración
como consecuencia de la ansiedad que generó en ellos el saber que contaban con
vía libre para llevar a cabo su objetivo principal.
—No se precupe usté…, que de eso me encargo
yo… —alentó a la par que con un gesto indicaba a los subordinados que le
siguiesen y, un instante después, volviendo la vista atrás—. ¡Ah!, y muchas
gracias señó Manolo.
—No tardéis mucho…, que endentro de dos
horas viene a descargá un camión, y no quiero que nadie os vea aquí…—informó
balbuciendo el mugroso jornalero—: ¿M'habéis oío bien? —dijo alzando la voz tanto como le
permitieron las destensadas cuerdas vocales.
—¡Sí, señó! —dijeron en voz altiva como
tenían por costumbre: casi al unísono.
—¡Venga, daos prisa!... Y cogé solo aquello
que pueda valé pa algo —indicó a sus secuaces y obedientes amigos y, «en menos
que canta un gallo», se dispersaron por el maloliente lugar. Y, desde la
distancia, unos y otros, mostraban en alto y gritaban: «Antonio, ¿esto vale?»
y, él daba un sí o un no por respuesta
según estimase oportuno. Una hora después, al comprobar que el rebusque entre
la cochambre había sido considerablemente productivo: «¡Venga, muchachos
vámonos, ya!». Y, tras percibir la orden, en un par de minutos, se situaron
frente a la verja y el operario municipal.
—Paece que s'os ha dao bien el viaje, ¿no?
—Sí, asín es, señó Manolo... y gracias a
usté, ya tengo lo que estaba buscando.
—De na…; pero recuerda…, que aquí no se
puede entrá y si vorvéis a vení… no os dejaré pasá. ¿Te quea claro?
—Sí, señó. Y, no se precupe usté, le juro
que no volveremos más.
Dos horas después, debilitados, jadeantes y
empapados en sudor, a eso de las dos y media, con el tiempo justo para irse a
comer, llegaron al punto de partida.
—Dejá tó endentro y regresá cuando podáis…
Esta tarde, veremos que se puede hacé con lo que hemos traío… ¡Asín que venga!,
cada mochuelo a su olivo —ordenó, haciendo uso de la frase que don Luis, el
profesor de quinto, tenía por costumbre utilizar cada vez que tenía que
intermediar en alguna disputa entre el alumnado.
Después de comer, a eso de las cuatro,
Antonio caminaba hacia la barraca, con intención de inspeccionar en solitario
el botín matinal, de repente, se detuvo en seco al observar, desde la
distancia, a dos hombres que con dificultad transportaban algo voluminoso y,
unos segundos después, fue testigo de cómo se desprendían de la pesada carga
arrojándola sobre una mancha de achaparradas carrascas que daban albergue a uno
de los múltiples y descontrolados estercoleros
que se hallaban diseminados por doquier. Eso bastó para que en su
interior bullese un enorme deseo por saber que habría detrás de todo aquello
tan sospechoso. «¡Bah!, cuando vengan los muchachos iremos a vé si nos puede
serví pa algo» —pensó, mientras introducía la llave en el candado para
adentrarse en aquél maravilloso lugar que su padrino había construido un año
antes de tener que emigrar a Madrid, tal
vez porque el «destino» tenía previsto que el chiscón acabaría convirtiéndose en el lugar de
esparcimiento de su ahijado y los amigos de este. «A vé que tenemos aquí, una
mesa, las sillas y el brasero, esto lo meteremos en la parte de atrás…; con el
cuadro de bici que hemos traío y con las ruedas que hay en la piconera, podré
hacé una bicicleta nueva...». Un rato después, fue restablecido de su
abstracción, al oír a sus espaldas, frente a la puerta, una voz muy familiar:
—Pero ¿De ónde has sacao tó eso, Pirata?
—Hola, papa. Lo hemos traío del basural
—respondió, a la par que se puso en pie para darle dos besos.
—¡¿Del vertedero?! —exclamó a la vez que su
rostro se tornaba entre enojado e incrédulo. ¿Hasta allí sos hay alargao?
—Sí, papa. Esta mañana salimos temprano y pa
la hora de comé ya estábamos en casa.
—T'he dicho más de mil veces… que no quiero
que t'alargues del barrio… Y mucho menos si tiés que cruzá la carretera… El día
que ocurra anguna desgracia a los muchachos, te culparan a ti de tó; pero antes
de que eso ocurra, te voy a encadená a la pata de la cama pa que me hagas caso.
—No se ponga usté asín. Le juro por Dios,
que no voy a ir allí nunca más.
—Cómo me entere otra vez…, con este que ves
aquí —balbució llevándose la mano al cinto—, te saco la piel a tiras.
—Papa…, ¿me puedo traé un saco de picón
aquí? —consultó exhibiendo sus manos juntas en manifiesto ademán de súplica.
—¡¿Picón?!
—Sí papa,
es pa cuando llegue el invierno… y… pa cuando vengan los muchachos aquí,
a jugá.
—Está bien, hijo…; pero te lo traes cuando
arrecie el tiempo…, y ten cuidao de no gastá más que lo que sea menesté, ¿m'has
oio bien?
—Sí, papa… ¡Muchas gracias!
—¡Quea con Dios, hijo! —dijo a modo de
despedida al tiempo que se giraba y retornaba a casa.
Por el camino, venían veloces como un
venablo, Pedro y Moreno. «Buenas tardes, señó José» —dijeron al coincidir
frente por frente, a la par que aminoraban la marcha y casi al unísono.
—¡Güenas están!..., ¿ a ónde iréis tan
corriendo, el par de pollos?
—Vamos en busca del Antonio —respondió
Pedro—. ¿Sabe usté si está en el cuartel general?
—¡¿Cuarté generá?!... ¿a ónde quea eso,
hijo? —interpeló con cara de asombro.
—¿Qué si está el Antonio en el chiscón?
—dijo Moreno.
—Sí, allí anda… No sé, qué será, lo qué os
traeréis entre manos ¡Granujas!
—Na, señó José... cosas del Antonio, ya sabe
usté —refirió Pedro.
—¡Venga, seguí corriendo!... Y, tené cuidao,
que las desgracias andan siempre al acecho.
—Adiós señó José, que tenga usté una buena
tarde —dijo Moreno, a la par que reanudaban la carrera.
—¡Dir con Dios!
Desapareciendo, José, entre las calles y los
blancos edificios, con suaves movimientos y vaivenes de cabeza y dibujada una
leve sonrisa en su rostro «Que cosas tiene el joio muchacho» —pensó mientras
caminaba—: «Güeno…, al fin y al cabo se trata de juegos sin maldá…, la verdá es
que hasta ahora no me pueo quejá… Peó sería que fuese un vándalo…; aunque de
seguí asín, puede angún día me traerá quebraeros de cabeza».
Hasta la misma puerta de la barraca,
llegaron jadeantes y sudorosos, quienes rivalizaban por ver quién era el
primero en poner un pie dentro de la barraca.
—Buenas, tardes Antonio. Ya estoy aquí
—dijeron a un tiempo, los recién llegados.
—Hola. He visto que estabais hablando con mi
padre, ¿qué os ha dicho?
—Na..., bueno sí, que adónde íbamos tan
aprisa —aclaró Moreno.
—Es que, m'ha reñio por lo de esta mañana…,
y m'ha probido volvé allí.
—No te precupes, Antonio… De todas formas,
el gordo asqueroso no va a dejá que nosotros entremos... Lo dejó bien claro
esta mañana —recordó Pedro y, tras un breve silencio—: ¿Esperamos a alguien pa
colocá tó esto? —consultó.
—Sí, esperaremos a que vengan tós. Cuando he
llegao aquí, he visto a dos hombres que […], asín que cuando los demás estén
aquí, iremos a vé de qué se trata.
—Bien, como tú digas; pero creo que
enmientras, podemos ir colocándolo.
—Antonio…, la mesa, las sillas y el brasero
sé pa que pueden serví…; pero el baúl y la maleta de madera, no tengo ni
idea —expresó Moreno.
—Pos…, está más claro que el agua, además de
pa meté cosas puede serví pa sentarnos también, ¿no?
—Tienes razón, no me he dao cuenta.
—Por allí vienen los «la banda del peo, que
son pocos y feos» —profirió tratando de hacerse el gracioso, el de la voz de
pito.
—Vamos a resolvé el misterio —instó Antonio,
al salir de la barraca.
—Pero ¿a ónde vamos? —interrogó uno de los
recién llegados.
—¡Segirme!... Detrás de aquellas carrascas,
se encuentra oculto algo que precisaba de la fuerza de dos hombres y estoy
seguro que puede sé algo valioso pa nosotros.
Emprendieron una veloz arrancada ladera
arriba. Apenas bastaron cinco minutos
para que llegasen jadeantes y sin aliento. Al descubrir que se trataba de un
sofá cama, gritando con alegría, saltaron sobre él con la intención de
descansar. Tras recuperar el aliento y haber reposado durante quince minutos,
llegó la hora de trasladarlo, aunque no sin dificultades por lo abrupto del
terreno, lograron cumplir el objetivo:
—¡Vaya, lo que nos faltaba ahora! —gruño Vicente.
—¿Crees qué no cabe? —inquirió con ironía,
Antonio.
—Me apuesto lo que tú quieras… a que no
podemos meterlo.
—¿Tan seguro estás?... Como se nota que en
tu casa no tenéis sofá, ¿verdá?
—Y, ¿eso que tiene que vé? —replicó con cara
de pocos amigos.
—Pos, mucho... ahora vas a vé como vale más
la maña que la fuerza —refirió luciendo una amplia sonrisa.
Tras varios e infructuosos intentos, cuando
estaban a punto de renunciar a su empeño,
lograron traspasar la puerta principal y, una hora más tarde, el sofá
ocupaba la ubicación predestinada. Después, dando ordenes como si de un
decorador se tratara, quedaron ubicadas la mesa camilla, las sillas, el baúl y
la vieja maleta. «Espero que le guste a Rocío donde lo he puesto» —se dijo para
sí mismo, mientras contemplaba con satisfacción la acogedora estancia.
—Bueno, chavales ya lo tenemos tó preparao…
Mañana invitaré a las muchachas pa vé que las parece el cambio.
—¿Van a vení ellas aquí a juegá? —preguntó
con desaire Leandro.
—Sí, si ellas quieren..., ¿por qué no?
—respondió Antonio.
—Pos no sé pa qué, si además, nosotros
juegamos a otras cosas que ellas.
—Si no estás de acuerdo —dijo señalando con
el mentón—, ya sabes a ónde tienes la puerta.
—Está bien —dijo entre dientes—. Tú eres el
que manda aquí, el que ordenas y el que
amenazas, así cualquiera...
—¿Cómo dices? —inquirió alzando la voz.
—Nada, nada. Que estoy de acuerdo —mintió
descaradamente.
—¡Ah!,
m'había pareció escuchá otra cosa.
La tarde prosiguió entre juegos y
persecuciones de manera pacífica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario