Al
amanecer, la claridad y los rayos del sol se introdujeron en el salón a través
del visillo, unos minutos después, Antonio se despertó y, tras levantarse,
entre estiramientos y bostezos, se dirigió hasta el cuarto de baño con la
intención de liberar su vejiga, se lavó
las manos, la cara, y se peinó y, al regresar, pudo comprobar el fastuoso día
que había amanecido asomándose a la ventana:«Ya sé lo que voy a hacé hoy» —pensó
al tiempo que sobre su rostro apareció una sonrisa de oreja a oreja, al
contagiarse de la fuerza y luminosidad que desprendía el sol. Acto seguido, se
adentró en la reducida cocina y, de la estrecha alacena que esta albergaba,
sacó una caja de galletas, un bote de Cola Cao y se dirigió al salón, dejándolo
todo sobre la mesa camilla, después se giró y abrió el frigorífico para coger
un puchero que contenía leche y con todo ello se preparó un contundente
desayuno.
Después de recoger un poco los ropajes sobre
la cama-sofá, se vistió y, tras cerrar con sumo cuidado la puerta de entrada,
comenzó a bajar las escaleras y, al salir del portal, se encaminó hasta la
pared de enfrente, dónde se guarecían de las inclemencias del tiempo los perros
que su cuñado tenía para cazar. La media docena de canes que allí habitaban le
recibieron entre eufóricos ladridos y frenéticos saltos:
—¡Shhh! ¡Shhh!, callarse coño que entoavía
hay gente dormía —dijo con voz suave tratando de contener a los inquietos y
ruidosos canes, mientras soltaba a uno de estos.
Lobo, ese era el nombre que el mismo le
había impuesto al negro y agitado cachorro, de apenas trece meses de edad,
cuyas puntiagudas orejas, así como el color y el carácter lo había heredado de
Moro, su difunto padre, el mismo que había fallecido a la edad de 14 años una
fría noche de noviembre de 1974 y, una vez liberado el podenco, se marcharon
juntos hasta la acacia donde dejaba aparcada todas las noches su medio de
transporte habitual y, tras abrir el candado, como tenía por costumbre, y
comenzó a pedalear relajadamente a través del camino que discurría por la vía
pecuaria. Tenía en mente llegar hasta la finca de San Polo, pero sin prisas,
para evitar la fatiga de quien le seguía al trote y con el fin de pasar la
mañana en compañía de su fiel compañero, su inherente Orbea y el agradable y
diversificado cántico de los pájaros. Disfrutando del paisaje, de la paz y el
relajo que ofrecen las dehesas extremeñas en cualquier estación del año.
Durante el trayecto se detuvieron un par de
veces para que el cachorro bebiese y se refrescara y, al llegar a la angarilla,
tras descorrer el cerrojo para adentrase en la finca, observó que la puerta de
la ermita de San Hipólito —patrón de los quebrados— estaba entreabierta y no pudiendo
contener la curiosidad suscitada: dirigió sus pasos hacia esta. Estando frente
a la puerta, después de cerciorase que no había ni un solo alma alrededor de
todo lo que su vista alcanzaba, hincando una rodilla en tierra: «Lobo quédate
aquí, mi niño, y si viene alguien me avisas» —le susurró al oído— y, una
vez incorporado, no sin miedo, se
adentró en la edificación y recorrió la planta abstraído por la belleza de las
imágenes que albergaba la prehistórica ermita: La Virgen con el niño del
siglo XVI, otra del Santo titular, un antiquísimo friso de azulejos y una pila
bautismal: «Jodé… ¡Huy, perdón!» —dijo y suplicó, mientras se santiguaba al
darse cuenta dónde se encontraba—. Justo en ese instante, notó que la
respiración se le hacía pesada, su corazón latía arrítmicamente y, a
continuación, sobre su frente brotó un gélido sudor al mismo tiempo que su
cuerpo era recorrido por una escalofriante y extraña sensación. Se estremeció
y, poniendo los pies en polvorosa, tras recoger la bicicleta del suelo, se
alejó del lugar todo lo rápido que le permitieron sus nervios y piernas, al
tiempo que con desesperación llamaba una y otra vez al cachorro. —Esta ermita
permanece bajo las aguas de la presa del Jerte, en su margen derecha y, por
tanto, solo es posible ver sus ruinas cuando el nivel del pantano así lo
permite.
Una hora después, bajo la sombra de una
frondosa encina, estando más calmado, se levantó: «¡Hala! mi niño vámonos pa
casa… que ya va siendo hora» —indicó acompañando sus palabras de un gesto en señal
de apremio. El cachorro se puso en píe de un brinco y lanzó una serie de largos
y entrecortados aullidos a la par que se estiraba y sacudía enérgicamente al
igual que lo hacen las jaurías en día de caza, al bajarse de los vehículos.
Antes de llegar al punto de partida,
hicieron un alto en el Arroyo Grande para reponer fuerzas y aventurarse a
sufrir el esfuerzo que requería librar la empinada cuesta hasta alcanzar El
Cerro de la Data y, una vez en este,
puso un pie en tierra, bajo la sombra que sobre el camino reflejaban los dos
centenarios eucaliptos que estaban asentados en la entrada principal de la
finca, y con la mirada buscó al cachorro
a la par que inhalaba y exhalaba el aire rápida y sonoramente. El fatigado
animal llegó hasta él y, sin pensárselo, se tiró al suelo jadeante, mostrando
su larga y goteante lengua, mientras resollaba.
Transcurridos unos minutos, emprendieron de
nuevo la marcha con rumbo al hogar. Los demás canes, al ver que estos se
acercaban comenzaron a ladrar eufóricos: dándoles así su bienvenida. Lobo
saludó y mostró sumisión a todos y cada uno de sus congéneres, comenzando por
el macho alfa, Antonio, también acarició y mostró su cariño dedicándoles
expresivas palabras y, acto seguido, asiendo al cachorro por el collar lo ató
en su lugar correspondiente.
Al llegar a casa, tras cumplir con el rito
familiar y lavarse las manos:
—¿A ónde t'has io tan de mañana, Pirata?
—Al campo…, a San Polo, papa.
—¿Y qué te s'ha perdio a ti p'allí?
—Na, era solo pa pasá la mañana…, ¿a qué no
se imagina usté lo que he visto?
—No sé, hijo. Además de las vacas, los
pájaros, los canchales, las ancinas, los güaperos y tós los bichos que haigan
en el campo… no me s'ocurre na más.
—¿Sabe usté que al lao de la cancilla hay
una iglesia?
—Sí, hijo. Ya estaba allí antes de nacé mi
agüelo…
—Pos, me
he metío en ella y…
Irrumpió sin dejarle terminar la frase:
—No habrás jecho na malo allí endentro,
¿verdá?
—Qué cosas tiene usté, papa… Aunque usté no
me crea, yo, siempre hago tó lo que usté m'ha enseñao desde chiquinino —dijo
con tono y semblante afligido.
—¡Y que me entere, yo, que no es asín!...,
que entonces es cuando te vas a enterá de lo que vale un peine.
—Papa, la puerta estaba abierta y solo ha
sío un ratino.
—¿Y qué es lo que había endentro? —indagó,
con ánimos de saber que más había ocurrido, mientras aguardaban sentados a la
mesa para comer.
—Una Virgen con el niño, tan bonita o más
que la del Puerto, un Santo, una pila de bautizá y en la paré unos azulejos mu
bonitos.
—Jace mucho saños que sé lo que hay allí…
siendo, yo, un muchacho, estando ayuando a jacé picón a tu agüelo: llegó un
hombre montao en un caballo, caballo…, de esos de montá… paeceme como si lo
estoy viendo ahora mesmo… Un tiarrón, de unos cuarenta años, grande y fuerte
que bajo su arrugao y viejo sombreo, asomaba su larga, negra y ondulá mata de
pelo. Tó entero estaba tapao con una capa toa arrañá y sus pies, metios en unos
embarraos, grasientos y agrietaos
borcéguines que tenía metíos en los estribos… abajándose de un brinco del
caballo mos dijo que: «Sí queréis véla por dentro os la pueo enseñá», mi padre
dijo: «Sí, con mucho gusto güen jombre». Al acercamos, el vaquero fue a un pozo
que hay al lao de la ermita y sacó una lata de agua y bebió…, endespués se la
dio a mi padre, y, mi padre antes de bebé me la dio a mí… entoavia m'acuerdo lo
rica y fresca que estaba… Cuando salimos de la igresia, enmientras se liaban y
fumaban un cigarro, el hombre mos contó que: «La ermita perteneció a un grupo
de cofrades y que jace mucho, mucho saños, según cuentan lo samos, aquí se
celebraban dos romerías al año. La primera el último domingo de abril y la
segunda el último domingo de agosto». Y, mos dijo, tamién que: «En la segunda,
se daba a cada cofrade, ocho libras de carnes de vaca y once cuartillos de
vino, y, como tamién jabía mujeres: aquello, acabó convirtiéndose en un puterío
y dejaron de cerebrase la romerías».
En ese mismo instante, apareció en el salón
detrás de una humeante, olorosa y apetecible cazuela de arroz con pollo,
Manuela:
—Vamos, dejaros ya de tanta chachara que va
siendo hora de comé.
—¡Hmm!, que bien güele mama.
—¡Anda!, y no me seas pamplinero, alevántate
y ve poniendo la mesa.
Después de comer y disfrutar de la siesta,
los tres decidieron bajar a la calle para conversar con los residentes y
amigos, como era habitual en el vecindario. Hasta que, a eso de las diez y
media, Antonio se subió a cenar y, un
par de horas más tarde lo harían sus padres: finalizando así la reunión
vecinal.
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