Las
14:30 marcaba el reloj de pared cuando Antonio se adentró en el salón de casa
«¿Qué raro que no haiga nadie» —pensó, mientras se introducía en la diminuta
cocina—: «¡¿Tampoco hay comía?!... ¿A ónde estará mi madre?... Bueno, me cogeré
un tarugo de pan, una tajá de jamón y un peazo de queso de cabra».
Cinco minutos después, al escuchar el
inconfundible sonido de la Derbi ,
cayó en cuenta que cuando llegó al edificio no estaba el ciclomotor en la
calle. De repente, sintió cómo si el corazón quisiese abandonar su cuerpo a toda
prisa, le costaba respirar, y un poco después, un nudo en la garganta a la par
que un sudor frío se apoderaba de todo su ser…
—Pa pa papa, ¿a a a ónde está mama?
—Tranquilo, hijo mío. Está bien, no te
precupes —respondió sin más.
—Pe pe pero ¿a ónde está?
—Está ingresá en el hospitá.
—Papa, ¿qué la ocurrió, está bien? —dijo un poco más
relajado…
—Sí, hijo. Pero entavia no saben que l'ha
pasao.
—¿Y, está allí sola?
—No, no.
Está con tus hermanas. Yo he abajao pa decitelo a ti hijo mío.
De súbito,
salió zumbando escaleras abajo.
—Pero ¿a ónde vas tan aprisa, Antonio?
—escuchó a sus espaldas, y, sin pararse a mirar para atrás…, llegó al portal y,
sin pensárselo, se montó sobre el ciclomotor, y de una certera pedalada, consiguió
ponerle en funcionamiento, metió primera, segunda y tercera y, en poco más de
cinco segundos, se encontraba circulando campo a través con dirección al
Hospital Virgen de Puerto y, una vez allí, la dejó aparcada sobre la pared,
junto a la puerta principal y, tras cruzarla.
—¡¿A ónde está?!, ¡¿a ónde está mi madre?!
—gritaba angustiado, mientras intentaba llegar a los ascensores.
—¿Eh? ¿Eh? Quieto ahí, ¿a dónde te crees que
vas? —exclamó subiendo un tono su voz, el celador que estaba detrás del mostrador
de información.
—¿Qué a ónde hoctia está mi madre? ¡Jodé!
—gritó con la mirada y el rostro desencajados.
—Tranquilo.
Sí no me dices quién es, ¿cómo te lo voy a decir?—respondió bajando el
tono, el amable y paciente funcionario.
—Manuela…, Manuela se llama.
—Manuela, ¿y qué más?
—Sánchez Clemente.
Tras pasar la vista por el listín de
ingresos.
—Sí, efectivamente. Está ingresada en la
habitación 513…, o sea en la quinta planta, habitación 13. Pero, ahora mismo no
puedes subir, tendrás que…
Antonio resopló y puso cara de pocos amigos.
—¿Y eso, quién lo dice?
—Tranquilo. Lo dicen las normas, y aquí
estoy yo para hacerlas cumplir… Sí me hubieses dejado explicarte, sabrías que
para poder subir a verla, antes ha de bajar uno de los acompañantes, ya que
solo se permiten dos visitas por paciente y habitación.
—Bueno está bien, como usté diga. ¿Y cómo la
digo que abaje una de mis hermanas sin subí, yo?
—No te preocupes, para eso existe este
—respondió señalando hacia el teléfono que estaba sonbre el mostrador.
—Usté me perdone, es que estoy mu nervioso.
—No te preocupes, estamos acostumbrados a
cosas aún peores.
Unos minutos después de comunicarse el
celador con la habitación:
—¡Nene! —gritó Carmen, desde la puerta del
ascensor.
Antonio dirigió la mirada al celador y este
asintió haciendo un gesto con la mano mostrando el camino, al tiempo que le
indicaba que estaba prohibido correr dentro del edificio.
Al llegar junto a su hermana, tras darle un
par de besos.
—¿Sabes en qué habitación está, mama?»
—preguntó esta, al tiempo que lo abrazaba.
—Sí, ya me la dicho aquél señó.
Al salir del ascensor, justo en frente, se
encontraba abierta de par en par la abatible y blanca puerta que permitía el
acceso a las habitaciones y, tras adentrarse en el corredor, pudo ver que al
final de este se encontraba Azucena, apoyada sobre la pared y, una vez allí, se
abrazaron y besaron.
—¿Qué haces aquí afuera, mi niña? —preguntó
el recién llegado.
—Me han dicho que me salga. La está mirando
un médico, que ha venio hace un ratino.
—¿Y cómo está mama?
—Parece que ya está un poquino mejor.
Pasaron unos, interminables y angustiosos,
quince minutos hasta que, por fin, pudo encontrarse con su adorada madre. Quien
sin poder contener la emoción, se abrazó a esta hecho un mar de lágrimas.
—Tranquilo, hijo mío. Que ya estoy mejó
—respondió con voz dulce y afable.
—¿Qué l'a pasao, mama?
—La verdá, es que no lo sé ni yo… M'han
contao que estaba en la calle caía, y
que un hombre que pasaba por allí con su coche s'ha parao y entre él y el tío
Periquín m'han metío endentro y m'han traío p'aquí.
—Pe pero ¿usté co cómo está, mama? —farfulló.
—Bien, ahora estoy bien, aunque un poquino
mareá. ¿Has comío algo, hijo?
—No se precupe usté ahora por eso, mama.
El tiempo aconteció sin darse cuenta.
—Bueno, mama, me tengo que ir a trabajá;
pero en cuantito que salga, aquí estaré.
Tras darse un largo y fuerte abrazo, seguido
de varios de besos, Manuela, suspiró profundamente. Antonio se dirigió hasta la
puerta y girándose hacia la habitación, dándose un beso en la palma de su mano,
dirigiendo esta hacia su madre y hermana, se lo envió a través de un largo y
suave soplido, tras el cual desapareció, con una amplia sonrisa dibujada en su
rostro, por el corredor que conducía hacía la escalera de emergencia y a través
de esta, a la salida del centro hospitalario.
Serían las cinco menos un cuarto, cuando
apareció por el taller y después de aparcar el ciclomotor junto a la pared, se
dirigió hacia el cuarto donde se encontraba Andrés, el encargado.
—¡Hombre! Antonio, ¿cómo es que vienes tan
tarde?» —preguntó con tono suave y afable.
—Pos, mire usté…, es que han ingresao a mi
madre en el hospitá.
—¿Qué la ha pasado? ¿Cómo está?
—Parece que bien.
—Otro día, hijo. Si te ocurre algo así, no
hace falta que vengas…, con avisar es suficiente... En la vida, no siempre el
trabajo es lo más importante.
—Ya, pero si no vengo, ¿cómo le aviso?
Señalando con su dedo índice hacia el
mugriento teléfono.
—Ya está inventado hace muchos años, hijo
—dijo con tono amablemente, Andrés.
—Si, si ya lo sé, pero si no llevo encima ni
un real…
—Bueno, también tienes razón. Pero hacer,
hacer, lo único que puedes hacer es irte a cambiar y ponerte a trabajar que: el
tiempo es oro chaval.
Al salir de trabajar, se dirigió
directamente al hospital y después de ver y comprobar el cambio anímico y de
salud, a eso de las diez, se marchó para casa. Bastante más contento y con la
esperanza depositada en la recuperación de su querida madre.
«Seño te pido enque sea de rodillas, que mi
madre se ponga buena» —suplicó, con la mirada puesta en el cielo, al salir del
hospital, y un momento después.
—Buenas noches —dijo el recién llegado.
—Güenas están, hijo. Entavía llegas a
tiempo…
Después de cumplir con el protocolo.
Antonio, fue hacia la cocina para coger un plato y los cubiertos.
—Sí, que ya es hora y, además, tengo un
hambre que me caigo p'atrás —dijo al ocupar su asiento.
—A quién se le ocurre, hijo mío, irse a
trabajá sin comé.
—Solo se me ocurre a mí, papa, pero como
dice el señó Andrés: «Algunas cosas son más importantes que otras en la vida».
—Eso está mu bien, hijo mío. Lo primero en
la vida son los padres, los hijos, la familia, los vecinos, los amigos: tó lo
otro pué esperá.
Quince días después, tras haberle realizado
todo tipo de pruebas, Manuela fue dada de alta. En el informe hicieron constar
que se trataba de una angina de pecho y que la causa principal se debía a un
estrechamiento de arterias en la zona coronaria. Además de la medicación, la
aconsejaron que le convenía bajar de peso y pasear todos los días; pero con la
condición de no fatigarse y que tratara de evitar en todo momento cualquier
situación que le pudiese alterar el ritmo cardíaco.
Cuando regresó a casa, la familia al
completo se comprometió para no causarla ninguna desazón, además de no dejarla
pasear sola.
No hay comentarios:
Publicar un comentario