Aún
faltaban unos días para cumplir la edad mínima exigida para poder incorporarse
a filas, pero eso no fue ningún impedimento para que padre e hijo se acercasen
hasta las puertas del cuartel de La Constancia.
—Hola, güenos días. ¿Ónde hay que dir pa
apuntá a mi hijo? —consulto, al soldado que custodiaba la entrada principal.
—Buenos días, señor. ¿Ve usted aquellas
escaleras? —indicó al tiempo que señalaba con su dedo índice—: Pues, lléguense
hasta allí y entren por la puerta grande, que el oficial de guardia les podrá
informar mejor que yo —respondió sin salir de la garita.
—Muchas gracias hijo, ¿de ónde eres?
—De
Madrid señor, ¿por qué lo pregunta?
—José…, me llamo José. Por lo bien que
hablas hijo.
Se giró y mirando hacia Antonio.
—¡Hala!, Pirata vamos pa'entro.
Al introducirse en el edificio, tras
desprenderse de su gorra visera, se asomó, tímidamente, en el despacho del
oficial.
—Güenos días señó, ¿da usté su permiso?
—Hola, ¿en qué puedo ayudarles? —respondió,
con voz grave el corpulento y bigotudo teniente.
—Mire usté, venimos a apuntá al muchacho.
—¿Qué edad tiene?
—Endentro de tres semanas cumple deciocho.
—Está bien, iremos preparando la tramitación
de su ingreso en las fuerzas armadas. ¡A ver!, uno de la guardia —chilló al
tiempo que se ponía en pie y se asomaba por la puerta.
De un cuarto contiguo, acudió un enclenque y
diminuto soldado raso, quien tras cumplir con el protocolo militar.
—Acompaña a estos señores hasta las
oficinas. —ordenó el oficial.
Padre e hijo salieron al recibidor.
—¿Ordena alguna cosa más, mi teniente?
Tras escuchar a sus espaldas el sonido
emitido al toparse una bota contra la otra, siguieron tras los pasos del veloz
y escurridizo recluta. Una vez que completaron la inscripción, Antonio recibió in situ una nota escrita con las
instrucciones a seguir:
El día 1 de julio de 1975, Antonio Hinojal
Sánchez se tiene que presentar, a primeras horas del día, en el CIR Nº 3 de
Santa Ana (Cáceres), allí mismo se le facilitara e informará de todo cuanto
necesite para incorporarse a filas.
Firma del oficial administrativo, Teniente:
Hernández Losada, Luis Alberto.
A falta
de medios de locomoción adecuados para recorrer los 82 kilómetros que
distan entre una ciudad y la otra, Antonio, después de cumplir con el protocolo
familiar de encuentros y despedidas, se embarcó rumbo a la capital de
provincias en el primer tren que partía aquella mañana del 1 de julio de 1975
desde la estación de Plasencia hasta la de Cáceres en un tren tan arcaico o más
que la mismísima catedral vieja que existe en la ciudad.
Tres meses habían mediado entre el día en que
este llegó a la monumental ciudad y el de la Jura de Bandera. Durante su permanencia en el
CIR, había recibido varias veces la visita de los familiares más allegados y,
el día del evento, se desplazaron para acompañarle en tan noble acontecimiento.
Al terminar este, regresaron a Plasencia y, tras disfrutar de quince días de
permiso, se presentó, siguiendo las ordenanzas militares, en el cuartel de La Constancia.
—¡Hombre! Antonio, ¿tú por aquí? —exclamó
Víctor Manuel, un conocido del barrio.
Al escuchar su nombre, el serio semblante que llevaba se transformó en
milésimas de segundos, imitando a las mascaras que se utilizan para representar
el teatro.
—¡Hola mi niño! Sí, aquí me ha tocao… ¡Oye!
Loli, ¿tú sabes a ónde me tengo que apuntá para la banda de música?
—Sí, tienes que ir a hablá con el sargento
Mendoza.
—¿Y, a ónde está ese señó?
—Vamos, te acompaño.
Quince días después, en el parque de La
Coronación, Antonio ensayaba con los demás componentes de la banda militar
aquellas melodías que tanto le gustaban, las mismas que le trajeron a la
memoria los momentos felices compartidos con los amigos del barrio y los
compañeros de colegio.
En el cuartel hizo buenas amistades tanto
con la tropa como con los oficiales. Además de aprender a tocar la corneta, se
apuntó a clases para obtener el carnet de conducir. Se acogió al pase pernocta,
por lo que cada día se marchaba a dormir a casa, excepto los que estaba de
guardia y le correspondía realizar los toques de diana, fajina...
El tiempo allí transitaba rápidamente entre
risas, juegos, idas y venidas:
—Hola, buenos días —saludó tímidamente
Antonio, a Marisa, la hija del capitán Guerra.
—¡Hola! —respondió esta sin más.
—¿A ónde vas tan aprisa, guapa?
—Marisa…, me llamo Marisa, ¿no lo sabes?
—No, pos, la verdá es que no... Sí que t'he
visto muchas veces por aquí, pero no sé ni quién eres ni cómo te llamas.
—Pues, ni que fueras tonto… Soy la hija del
capitán Guerra, ¿o es qué tampoco le conoces?... ¡Ah! Por cierto, ¿tú de dónde
eres?
—De aquí de Plasencia. Me llamo Antonio, ¿no
lo sabes?
—Pues la verdad, es que he conocido a muchos
chicos tanto de aquí, como de la ciudad... ¡por eso me gusta tanto la vida
militar! Pero lo que es en tí, la verdad es que ni siquiera me había fijado.
—Pos, yo soy de aquí de toda la vida. Soy
hijo de José, el pescaó, ¿no le conoces?
—No, no. Ni a ti ni a tu padre —respondió
entre risas—: Parecemos dos tontos peleando
—dijo tratando de apaciguar la situación.
—Sí,
tienes razón, pero tú más.
—Bueno, adiós —dijo con aires de grandeza—.
No tengo tiempo para los estúpidos.
—Ni yo
tampoco... pero vete por la sombra, que los bombones como tú se derriten con el
sol.
Marisa continuó el camino con la cabeza
erguida, taconeando, contoneándose de manera voluptuosa, tratando de llamar la
atención de quienes la observaban desde la distancia.
«¡Qué bueno que está el cabrón! Este no se me
escapa» —pensó mientras se adentraba en la cocina para recoger el rancho
familiar.
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