Se acercaba
el día 1 de noviembre, Antonio convenció
a Marisa para pasarlo juntos.
—Desde varios siglos atrás se viene celebrando en la ciudad la Calbotá , un ritual que consiste en la reunión
de amigos, vecinos y familiares que acuden al campo para asar castañas y
compartirlas. Es así mismo una tradición de origen medieval y cristiano
celebrando con ello el día de Todos los Santos—. A partir de aquel día, por los
besos, arrumacos y carantoñas que estos se propinaban sin esconderse de los
demás, en el barrio daban por hecho que entre ambos había algo más que amistad.
Para Antonio, en cambio, no suponía más que el hecho de que lo pasaban bien
juntos y que mantenían relaciones sexuales. Marisa era consciente de ello y no
le daba mayor importancia.
El tiempo, como siempre; sin esperar por
nada ni por nadie, siguió transcurriendo y, cómo aquel que no quiere la cosa,
llegó Semana Santa y, una semana después, la pareja se encontraban en
Valcorchero, en las inmediaciones del Cancho de las tres cruces, celebrando el día
de La Canchalera.
—La Virgen del
Puerto es la patrona de la ciudad de Plasencia y esta es venerada por casi al
cien por ciento de los vecinos de la ciudad—. El día, a pesar de lo que se
celebraba, no salió muy católico, amaneció grisáceo y frío; pero como es
habitual en primavera, este fue desprendiéndose de los oscuros nubarrones, y, a
eso del mediodía, la temperatura se acercaba más a la estación siguiente.
Después de haber comido y bebido cuanto quisieron, Marisa comenzó a sentir cómo
el sudor se manifestaba no solo en su interior, sino que este de hizo notorio
en las axilas y en la frente, motivo por el cual esta se desprendió de la ropa
de abrigo, dejando al descubierto por unos instantes su vientre:
—Vaya panza que se te ha puesto tía —dijo
con tono jocoso, Antonio.
—¡Ojalá que solo fuera de comer y beber!
—respondió con serio semblante, ella.
—¿Pos, a vé de qué va a sé, si no?
—¡Ah! ¿Es que tú no lo sabes?
—¿Lo qué?
—Pues, que estoy embarazada.
—¡No me jodas! ¡Vaya, lo que te faltaba
ahora! —contestó como si con él no fuese la causa.
—¿Cómo que lo que me faltaba? —inquirió,
enarcando las cejas—, ¿eso es todo lo que se te ocurre?
—¿Y, qué quieres que haga?
—Pues, nos tendremos que casar, ¿no crees?
—Bien…, tengamos la fiesta en paz, a vé si
ahora que ha salio el sol me vas a aguá la fiesta… Ya hablaremos de eso otro
día… Y, si es verdá eso de que estás preñá ¡deja de bebé y de fumá! —exigió con
tono inquisidor.
Tras la discusión continuaron visitando a
los amigos y familiares que se hallaban por las inmediaciones del santuario.
—¡Venga, vámos pa'bajo! que ya va siendo
hora —dijo tras asistir a la subasta por
ver quién sacaría en procesión a la Virgen.
Marisa frunció el ceño y, en silencio,
siguió tras los pasos de él, a un par de metros de distancia.
—¿Entonces qué piensas hacer? —dijo media
hora después.
—¿Qué pienso de qué?
—Conmigo y con nuestro hijo.
—¡¿Nuestro?!... No me toques los cojones…,
¿ya sabes que yo soy el padre?
—¡A ver, de quien va a ser!... Del cura y
del señor Obispo desde luego que no.
—Sería mucha casualida que después de
haberte acostao con toda la tropa, el niño sea solo mío.
Rompiendo a llorar e invadida por la
impotencia:
—¡Cómo te atreves a decirme eso, estúpido!
—exclamó fuera de sí—: Sabes mejor que nadie que desde que estoy contigo no me
he vuelto a acostar con ningún otro
—manifestó sollozando.
—Bueno… bueno, eso es lo que tú dices...
pero por el cuartel, se oye otra cosa bastante diferente.
—¡Ah, sí!
¿Y, qué dicen?
—Que t'han visto del brazo del sargento
López y que os estabais dando el lote en el bar La Cabaña , el domingo pasao.
—¡Qué hijos de p…! —exclamó alzando su voz—.
Pero ¿cómo se pueden inventar semejante disparate?
—No lo sé... pero el caso es que eso, anda
de boca en boca, por tó el cuartel.
—Bien…, pues como tú quieras… no pretenderás
que te lo tenga que suplicar, ¿verdad?
—Ni tú, que yo tenga que cargá con el
mochuelo.
Ella se apartó del camino romano y se sentó
sobre un canchal, él se giró: «¡ Pero, bueno!..., ¿y ahora que hoctia te
ocurre?»
—Déjame en paz —gritó—. A mí no me pasa nada
¡Vete! Que no quiero saber nada más de ti… ¡Maldita sea la hora en que te
conocí!
Él, se acercó tratando de hacerla entrar en
razones; pero al cabo de media hora, desistió y lo dejó todo por imposible.
Unos días más tarde, se cruzó con ella
cuando esta iba a recoger el rancho familiar.
—Hola mi niña, ¿te s'ha quitao ya el cabreo?
—dijo, tratando de suavizar la desagradable situación en que ambos se
encontraban.
Marisa, acelerando el paso, continuó
caminando, con la cabeza bien alta y contoneándose, cómo si no le hubiese
visto.
—Pos, ahora sí que te van a dá porculo… Ya sí
que no quiero sabé na del niño.
Una mañana, paseando por el barrio, Antonio
escuchó a los ancianos que estaban sentados en la acera, al cobijo del abrigo
de las propias viviendas:
—Vaya cara que tié el gachó —dijo el que
estaba más encogido.
—Ya se veía vení… Este zangandumbo ha
cambiao mucho ende que se fue su madre pal patatal —añadió el más anciano.
—Ahora a vé quien va a cargá con la criatura
—indicó un tercero apenas sin fuelle.
Haciendo oídos sordos, cómo si con él no
fuese la historia, al llegar a su altura, les dio las buenas tardes.
El capitán Guerra, al verse humillado y ser
objeto de burlas y murmuraciones entre los demás oficiales, solicitó el
traslado inmediato, y, un par de meses después, su familia y él se fueron a
vivir a Cáceres.
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