Tras su
licenciatura, estando en casa junto a su padre, a últimos de abril, se presentó
en casa Manuel:
—¿Qué pasa, padre? ¿Cómo va tó?
—Bien, hijo, bien. No mos poemos quejá.
—¿Y tú, qué tal Pirata? ¿Qué piensas hacé
con tu vida?
—De momento un poquino aburrio, pero bien.
—¡Ah! ¿Y no tienes pensao hacé na…, pa
cambiarlo?
—Pos, la verdá es que no sé a qué te
refieres, hermano.
—¿No piensas volvé a trabajá?
—¡No sé
a ónde!
—Bueno, si es que en verdá quieres…, puedes
venirte conmigo a la carpintería y, aunque no pagan mucho…, el amo es buena
gente, y allí aprenderás un oficio —arguyó Manuel.
—Sí, sí quiero.
Su rostro se iluminó cual si fuera una
luciérnaga en una noche de verano.
—¿Cuándo puedo empezá?
—Bueno, primero se lo preguntaré a, Eustaquio,
el amo…, y, en caso de que diga que sí…, tendrás que cumplí con el trabajo y
respetá a tós los que están allí…: que m'han dicho que, a veces, te pones un
poco farruco…
—No te precupes por eso, hermano... Te juro
por mama que asín será.
—Pues, ¡Ea! No se hable más…, y, mañana,
sábado, te daré la respuesta.
—No ves, hijo mío, cómo en esta vía tó llega
a su tiempo —indicó José, mirando a los ojos al
licenciado.
—Sí, papa…; pero ya sabe usté, lo impaciente
que soy.
—No te precupes, hijo mío, eso con el tiempo
lo aprenderás. Ahora, entoavía estás como los potros por domá
—Bueno, padre, le invito a tomá una
cervecita —irrumpió Manuel.
—Déjalo pa otro día, hijo. Ahora tengo que
jacé algunas cosas en la piconera.
—Entonces cómo usté quiera, padre —concluyó,
y, tras despedirse como siempre..., Manuel se dispuso a bajar las inclinadas
escaleras.
Tres de días después, Antonio se inició como
aprendiz de carpintero, algo que ni siquiera se le había pasado por la
imaginación y, a las pocas semanas, este
se había adaptado perfectamente al ritmo del trabajo, se había ganado el cariño
y el respeto tanto de los compañeros como la de los perros que custodiaban, por las noches, el
almacén.
—Papa, tengo que decirle algo —anunció
estando próximo a recibir su primera mensualidad.
—Bien, hijo ¿Tú dirás?
—He pensao que…, si a usté le parece bien...
Ejem, —carraspeó—, quiero ir ahorrando pa comprá una cosa.
—¡Ah!, eso está bien, hijo. También yo había
pensao en algo pa ti.
—¡¿Sí, papa?! ¿Y qué es?
—Cuenta, hijo…, cuenta tú primero.
—Mire usté, papa, quiero comprá una tienda
de campaña, y si a usté no le importa, quedarme con la mitad del jorná pa
comprala.
—Bueno, hijo…, no es lo mismo que tenía
pensao...; pero pués jacelo.
—Ahora me cuente usté a mí, papa.
—Yo, he pensao que como tienes el carné de
conducí, podemos comprá un coche y…
Sin dejarle terminar la frase.
—¡¿Pa mí, papa?!
—Sí, hijo. Pa ti y pa'l río: que las cosas
andan justas y temos que jacé por viví.
Después de abrazarse, Antonio salió zumbando
escaleras abajo con el fin de pregonar a los cuatro vientos, y a todo aquel con
quien este se cruzase, la buena nueva.
Una semana después, aquel inolvidable sábado
del mes de febrero de 1977, desde primeras horas de la mañana, se encontraban
frente a las puertas de la
Renault : Antonio, José y Manuel, esperando a que abriesen el
concesionario para elegir el tan anhelado vehículo. Tras ser recibidos por el
encargado en el departamento de ventas, y, después de elegir en el estand, el
modelo y el color, fijaron los plazos
mensuales. El empleado tramitó los documentos necesarios para matricular el
automóvil y, tras darse un apretón de manos, padre e hijos se montaron de nuevo
en el «Cuatro Latas» de Manuel.
—Bueno, hijos, ahora solo mos quéa esperá —enunció mientras se frotaba
las manos.
—¡Papa, estoy deseando que pase en cuanto
antes! —exclamó Antonio.
—Hijo, con el tiempo tendrás que aprendé a
esperá, y no te precupes que tó lo que tanga que sé, será.
—Hermano, aún te quean muchas cosas que
aprendé y viví... —advirtió Manuel, al tiempo que este le hacía un guiño.
La vida continuó su rumbo favorablemente
para Antonio. En la plazuela, aparcado en frente del portal, pasaba las noches
al sereno su flamante Renault 6 GTL, verde metalizado.
«Hay que vé cómo pasa el tiempo de rápido…,
parece que fue ayé y va pa dos meses que lo voy conduciendo» —se dijo a sí
mismo, al contemplarlo desde la ventana
del salón comedor. —Desde lo alto se distinguía la gran baca que habían
instalado, en la techumbre del auto, con el fin de poder transportar la balsa y
los varales cuando estos acudiesen al río en busca del pescado para venderlo
junto a la plaza de abastos, frente a la iglesia de San Esteban, delante del escaparate
de calzados Galindo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario