domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 18

Tras su licenciatura, estando en casa junto a su padre, a últimos de abril, se presentó en casa Manuel:
   —¿Qué pasa, padre? ¿Cómo va tó?
   —Bien, hijo, bien. No mos poemos quejá.
   —¿Y tú, qué tal Pirata? ¿Qué piensas hacé con tu vida?
   —De momento un poquino aburrio, pero bien.
   —¡Ah! ¿Y no tienes pensao hacé na…, pa cambiarlo?
   —Pos, la verdá es que no sé a qué te refieres, hermano.
   —¿No piensas volvé a trabajá?
   —¡No sé  a ónde!
   —Bueno, si es que en verdá quieres…, puedes venirte conmigo a la carpintería y, aunque no pagan mucho…, el amo es buena gente, y allí aprenderás un oficio —arguyó Manuel.
   —Sí, sí quiero.
   Su rostro se iluminó cual si fuera una luciérnaga en una noche de verano.
   —¿Cuándo puedo empezá?
   —Bueno, primero se lo preguntaré a, Eustaquio, el amo…, y, en caso de que diga que sí…, tendrás que cumplí con el trabajo y respetá a tós los que están allí…: que m'han dicho que, a veces, te pones un poco farruco…
   —No te precupes por eso, hermano... Te juro por mama que asín será.
   —Pues, ¡Ea! No se hable más…, y, mañana, sábado, te daré la respuesta.
   —No ves, hijo mío, cómo en esta vía tó llega a su tiempo —indicó José, mirando a los ojos al  licenciado.
   —Sí, papa…; pero ya sabe usté, lo impaciente que soy.
   —No te precupes, hijo mío, eso con el tiempo lo aprenderás. Ahora, entoavía estás como los potros por domá
   —Bueno, padre, le invito a tomá una cervecita —irrumpió Manuel.
   —Déjalo pa otro día, hijo. Ahora tengo que jacé algunas cosas en la piconera.
   —Entonces cómo usté quiera, padre —concluyó, y, tras despedirse como siempre..., Manuel se dispuso a bajar las inclinadas escaleras.
   Tres de días después, Antonio se inició como aprendiz de carpintero, algo que ni siquiera se le había pasado por la imaginación y,  a las pocas semanas, este se había adaptado perfectamente al ritmo del trabajo, se había ganado el cariño y el respeto tanto de los compañeros como la de los  perros que custodiaban, por las noches, el almacén.
   —Papa, tengo que decirle algo —anunció estando próximo a recibir su primera mensualidad.
   —Bien, hijo ¿Tú dirás?
   —He pensao que…, si a usté le parece bien... Ejem, —carraspeó—, quiero ir ahorrando pa comprá una cosa.
   —¡Ah!, eso está bien, hijo. También yo había pensao en algo pa ti.
   —¡¿Sí, papa?! ¿Y qué  es?
   —Cuenta, hijo…, cuenta tú primero.
   —Mire usté, papa, quiero comprá una tienda de campaña, y si a usté no le importa, quedarme con la mitad del jorná pa comprala.
   —Bueno, hijo…, no es lo mismo que tenía pensao...; pero pués jacelo.
   —Ahora me cuente usté a mí, papa.
   —Yo, he pensao que como tienes el carné de conducí, podemos comprá un coche y…
   Sin dejarle terminar la frase.
   —¡¿Pa mí, papa?!
   —Sí, hijo. Pa ti y pa'l río: que las cosas andan justas y temos que jacé por viví.
   Después de abrazarse, Antonio salió zumbando escaleras abajo con el fin de pregonar a los cuatro vientos, y a todo aquel con quien este se cruzase, la buena nueva.
  Una semana después, aquel inolvidable sábado del mes de febrero de 1977, desde primeras horas de la mañana, se encontraban frente a las puertas de la Renault: Antonio, José y Manuel, esperando a que abriesen el concesionario para elegir el tan anhelado vehículo. Tras ser recibidos por el encargado en el departamento de ventas, y, después de elegir en el estand, el modelo y el color,  fijaron los plazos mensuales. El empleado tramitó los documentos necesarios para matricular el automóvil y, tras darse un apretón de manos, padre e hijos se montaron de nuevo en el «Cuatro Latas» de Manuel.
   —Bueno, hijos, ahora solo mos quéa esperá —enunció mientras se frotaba las manos.
   —¡Papa, estoy deseando que pase en cuanto antes! —exclamó Antonio.
   —Hijo, con el tiempo tendrás que aprendé a esperá, y no te precupes que tó lo que tanga que sé, será.
   —Hermano, aún te quean muchas cosas que aprendé y viví... —advirtió Manuel, al tiempo que este le hacía un guiño.
   La vida continuó su rumbo favorablemente para Antonio. En la plazuela, aparcado en frente del portal, pasaba las noches al sereno su flamante Renault 6 GTL, verde metalizado.
   «Hay que vé cómo pasa el tiempo de rápido…, parece que fue ayé y va pa dos meses que lo voy conduciendo» —se dijo a sí mismo, al contemplarlo desde  la ventana del salón comedor. —Desde lo alto se distinguía la gran baca que habían instalado, en la techumbre del auto, con el fin de poder transportar la balsa y los varales cuando estos acudiesen al río en busca del pescado para venderlo junto a la plaza de abastos, frente a la iglesia de San Esteban, delante del escaparate de calzados Galindo.


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