domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 4


Una mañana de noviembre, enfundados con ropas de abrigo, cubriéndose con gorros y bufandas de lana la cabeza y el rostro. Comprobaron que los charcos y el barro del enfangado camino estaban helados, en algunos tramos, el grosor superaba un centímetro y comenzaron a saltar sobre los carámbanos con la intención de irlos rompiendo hasta llegar al colegio:
   —¡Jo! Menua pelurda que ha caío hoy! —pronunció sin más, Moreno.
   —Ya te digo… se mete la condená hasta los tuétanos —contestó castañeando los dientes, Antonio.
   —Cuarquiera saca la minga ahora pa meá —dijo Leandro, al tiempo que se estremecía.
   Una vez que entraron en clase, notaron un pequeño alivio, el brasero de picón que se hallaba bajo la mesa del profesor, esa era toda la calefacción con la que contaban los colegios por aquel entonces. Pero cuando realmente entraron en calor, fue durante el recreo, ya que, después de comerse el bollo de pan con pan en la mayoría de los casos, las interminables carreras o las breves disputas al futbol o cualquier otro juego en los que estos participaban.
   Por las tardes, al salir del colegio, los días habían mermado considerablemente.
   —Bueno, chicos. Mañana nos vemos en la escuela… ¡Que hoy hace un frío que pela!           —justificó Antonio, al despedirse.
   —Adiós, hasta mañana —respondieron los demás.
   Subiendo por las angostas e inclinadas escaleras, recordó que tiempo atrás, en la piconera había visto algo en las baldas de un viejo y destartalado armario «Ya lo tengo» —pensó— y comenzó a subir los peldaños, de tres en tres, entusiasmado, y, al llegar frente a la puerta, tiró de un pequeño cordón que colgaba al lado de la cerradura y, tras abrir la puerta y saludar y besar a su progenitora:
   —Mama, ¿me puedo llevá un poquino d'aceite pa mañana?
   —¡¿Pa qué lo quieres, hijo?! —interpeló extrañada.
   —¿Puedo llevarme también dos o tres candiles que hay en la piconera? —irrumpió sin dejarle contestar a su madre.
   —¿Pa qué quieres tú esas cosas?
   —Mama, como ahora escurece tan pronto… he pensao que en vez de está metió en casa o en la calle pasando frío, podemos está jugando, en el cuartel general, hasta la hora de cená.
   —¡Ah!, era eso. ¿Tú crees que con los candiles se quitará el frío, hijo?
   —No, mama, son pa tené luz; pa el frío, ya he llevao un saco de picón que le pedí hace tiempo a papa.
   —Bueno, bueno… cuando venga tu padre se lo dices… y si él te deja…, te llevas la aceite y los candiles. Pero se lo pides delante mía ¿vale?
   —Está bien —dijo con desgano—, como usté diga mama.
   —¿Ya has hecho los deberes?
   —Sí, mama. Los hice antes de salí de escuela —mintió.
   Al llegar a casa José, tras contarle sus intenciones.
   —Pués llevátelo, hijo; pero ten mucho cuidao… con no dejá encendios los candiles ni el brasero cuando vengas pa casa…, que el fuego es mu güeno y sirve pa muchas cosas; pero si se le deja solo, es mu peligroso y traicionero.
   —No se precupe usté por eso papa. Yo mismo, me encargaré de apagarlo todos los días.
   Después de cenar, viendo junto a sus padres la película que emitían a través de UHF, en blanco y negro, por la cadena primera de las dos que contaba TVE, único medio de difusión televisiva por aquel entonces. El calor que emanaba del brasero, hizo que poco a poco comenzase a sentir morriña y, en un santiamén, se quedó acurrucado y dormido en uno de los cómodos sillones orejeros que hacían juego con el encarnado sofá-cama dónde cada noche dormía. Manuela abrió el sofá y, tras colocar las sabanas y las mantas.
   —Venga hijo mío, vete a la cama que t'has quedao frito.
   —No, mama,  que no estoy dormío, que a mí me gusta vé la tele con lo ojos cerraos.
   A la mañana siguiente, durante el recreo:
   —Ya tengo solucionao lo del frío y la luz   —informó a sus amigos.
   —¿Y qué has inventado? —preguntó uno de los allí reunidos.
   —Ya lo veréis —respondió sin más.
   En ese instante, como cada día, a las once y media, resonaba por todo el patio el estridente e inconfundible toque de silbato, el mismo que recordaba a los chavales que había llegado la hora de retornar a los estudios.
   Aquella tarde, al salir de clase, se marchó corriendo sin esperar a sus compañeros de juegos y aventuras. Al llegar a casa, tras recoger la merienda, el aceite y una caja de cerillas, al salir del portal, se encaminó hacia la piconera. Media hora después, al llegar al acuartelamiento, lo primero que hizo fue verter un poco de picón en el brasero y sobre él colocó una arrugada hoja de periódico, y encima de esta unas astillas de madera y les prendió fuego. Una vez que el picón comenzó a chisporretear, lo avivó dándole aire con un trozo de cartón. Después, vertió un poco de aceite en las cazoletas de los ennegrecidos candiles, preparó tres pequeñas y finas torcidas de trapo, las untó bien en el aceite, y las introdujo en las cazoletas dejando asomar uno de los cabos a través del pequeño pico del arcaico farol y con sumo cuidado les fue colgando en las alcayatas que previamente habían sido clavadas en la pared por el mismo. Unos minutos después, aún sin haber anochecido, prendió una cerilla y la fue aproximando a cada uno de los puntos de luz. En aquellos instantes comenzaron a llegar los chavales y estos, al ver la agónica luminiscencia que provenía de arcaicos faroles, en silencio, se miraron unos a otros, e intercambiaron algunos gestos con la cara al tiempo que se encogían de hombros:
   —El calor, sí que es cierto que se nota; pero lo del alumbrado, deja bastante que desear, ¿no creéis, chicos?
   —Habrá que esperá a que escureza más, y, a que la llama coja fuerza  —recalcó enojado, Antonio—. ¿Acaso tú naciste tan crecida o idiota como eres ahora?, ¿verdá que no, lista?
   —Eso que brilla en la pared, ¿no serán tres luciérnagas verdad? 
   —Luci, vale ya —reprendió Rocío—. Tengamos la fiesta en paz. ¿A qué hemos venío aquí, a juegá o a discutí?
   —¡Vaya!, lo que me faltaba ya —exclamó con desaire, al tiempo que abandonaba la estancia.
   El tiempo transcurría pausadamente y, mientras que en el exterior agonizaba la claridad vespertina, en el interior, las danzarinas llamas iban ganando luminiscencia dando lugar a todo tipo de elogios y comentarios, la estancia fue adquiriendo una temperatura tan agradable, que el hecho de pensar que tendrían que regresar a casa les causaba pereza. Como cada día, a eso de las nueve, las madres comenzaban a vociferar con energía el nombre de sus respectivos hijos a través de las ventanas; estos, tratando de evitar ser represaliados o en el peor de los casos recibir algún pescozón por la demora en responder o presentarse en casa tras haber pasados diez minutos desde la última llamada, actuaban igual que lo hacen los galgos que persiguen a las liebres:
   —¡Jo!, qué de noche es —protestó al salir, Rocío.
   —No precuparse  —dijo Antonio, a la par que encendía una  linterna de petaca—, que aquí está la solución; pero tenéis que esperarme un poquino.
   Se introdujo de nuevo en la estancia, asió con su mano derecha un largo gancho de hierro que pendía colgado en una de las paredes, y enganchó, por uno de los asas, el brasero y lo llevó arrastrando hasta el cercano arroyo para apagarlo, después, regresó al interior para dejarlo debajo de la mesa camilla, apagó los candiles, tiró de la puerta hacia él y, tras pasar el grillete por los eslabones de la gruesa cadena, propinando  de un certero golpe, con la parte de atrás de la mano, echó el cierre al candado. Se volvió hacia los demás y colocándose en primer lugar, en fila india, le siguieron hasta que al llegar a la altura de los edificios, tras despedirse, el grupo se disolvió como lo hace un caramelo al ser paladeado, dejando una agradable y placentera sensación.
   A partir de aquel día, por las tardes, al salir del colegio, tras pasar por casa para dejar la cartera y recoger la merienda, se dirigían a la acogedora y confortable barraca donde se entretenían jugando a las cartas, a la taba, contando chistes...
   Los días y las semanas pasaban felizmente entre las pocas obligaciones y el mucho ocio para aquellos que ajenos, vivían y dependían única y exclusivamente de la precariedad económica de sus progenitores. ¡Qué tiempos aquellos! Los adultos trabajaban como bestias para sacar adelante a sus descendientes..., algunos, además se veían en la tesitura de tener que saltarse una de las comidas, con el fin de satisfacer las necesidades básicas de sus retoños.
   Una tarde, después de cumplir con el ritual de tenerlo todo preparado para cuando fuesen llegando los componentes de la banda, transcurrido un tiempo más que razonable:
   —Qué raro que no haigan venío hoy la Rocío ni la Luci —dijo irrumpiendo el inusitado silencio, Antonio.
   —La Luci, no sé; pero la Rocío, tampoco ha io a escuela hoy —balbució una de las pequeñas.
   —A lo mejó, sus padres, no la dejan vení —manifestó Vicente.
   —¡Qué tontería! Sus padres saben que semos novios y nunca la riñen.
   —Bueno…bueno. Eso es lo que te dice ella… ¡A sabé si es verdá!
   —¿Acaso lo sabes tú, sabiondo?
   —No, claro que no; pero eso no quiere decir que sea mentira, ¿verdá?
  Siendo consciente de que si continuaban por esos derroteros podrían acabar peleando, Antonio tomó la determinación de que había llegado la hora de disgregar la reunión y dejarlo para otro momento y, tras cumplir con el ritual de apagar luces, brasero y echar el cierre, se despidieron hasta el día siguiente.
   Durante el recreo se reunieron junto al Rancho Grande, uno de los cuatro kiosco-bar existentes en el recinto escolar.
   —Luci, ¿tú sabes por qué no viene la Rocío a la escuela? —tanteó Antonio, al comprobar que ese día tampoco había acudido a clase, la niña de sus ojos.
   —¡Sí! Al parecer, según tengo oído en casa, sus tíos estuvieron de boda aquí el domingo pasado y, al regresar al pueblo, el coche en el que viajaban se salió de la carretera... creo que en las curvas que hay junto al arroyo de El Ganso... creo que a muerto el hermano de su madre... y creo que su tía está muy grave... y me parece que la Rocío ha ido con sus padres a por sus primos para traerlos a casa.
   Angustiados y conmovidos por la desagradable y triste noticia, unos verbalizaron sus lamentos; otros, gesticulando, cómo si fueran actores melodramáticos y en el más absoluto silencio «Si un día les pasa algo a mis padres, yo me muro de pena» —pensó Antonio, sin poder contener las lágrimas, al igual que lo hacen los arroyos cuando no son capaces de asimilar el caudal que reciben tras una inesperada tormenta, dejándolas correr a su libre albedrío.





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