domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo III Episodio 12



Quince días después de que Teresa hubiese abandonado Plasencia, a eso de las tres de la tarde, apareció por las inmediaciones de la estación de servicios Feycar, con un aspecto deplorable, Antonio. Durante un par de horas estuvo acercándose a todos los que paraban a repostar:
   —Hola, buenas tardes. Por casualidá, no irá usté pa Salamanca, ¿verdá?
   —No, no —respondían sin prestarle atención la mayoría de los conductores.
   Silverio, el empleado de la gasolinera, conocía a Antonio y, tras invitarle a tomar un café y conversar con él, se dirigió hasta un camionero que estaba repostado.
   —Oye, Macario, ¿no irás para arriba, por casualidad?
   —Sí, sí. Tengo que subir  hasta Burgos.
   —¿Te puedo pedir un favor?
   —Sí claro. Sí está en mi mano…
   —¿Podrías acercar a un conocido hasta Salamanca?
   —¿A quién, a ese con el que has salido de la cafetería? —inquirió haciendo un ademán despectivo.
   —No te preocupes. Es alguien que está pasando una mala racha, pero te aseguro que es buena persona: lo conozco desde que era un niño.
   —Siendo así…, bastase que me lo pides tú y que pareces tan convencido. Por mi parte no hay ningún inconveniente.
   —Antonio —gritó para llamar su atención, Silverio, y, bajando el volumen cuando este llegó a su lado, dijo—: Has tenido suerte. Este hombre te puede acercar hasta tu destino.
   Durante los primeros treinta kilómetros del recorrido ni siquiera cruzaron una sola  palabra.
   —No tendrá usté un cigarrino, ¿verdá?
   —Sí claro. Pero tendrás que conformarte con un Celtas largo, sin  emboquillar.
   —No se precupe usté, que a falta de pan, buenas son las tortas, y, además yo tengo buena boca y no le hago ascos a casi na.
   A partir de aquel instante, Antonio comenzó a narrarle como había cursado su vida desde el primer empleo hasta llegar a la actualidad.  Durante dos horas y media, el conductor, sin cortarlo en la conversación, asentía o negaba con la cabeza según requiriese lo narrado por aquella voz tan ronca y gastada que nada tenía que ver con la edad real del narrador y sin ser consciente del paso del tiempo ni de los kilómetros recorridos, Antonio puso el punto y final de su historia apenas un par de minutos antes de llegar a su destino y, tras detenerse el camión frente al club de alterne, agradecer y despedirse del amable conductor, se adentró en el local sin titubear ni siquiera un segundo: seguro de sí mismo.
   —Hola, buenas noches. ¿Está su hija aquí?
   —No, no está. ¿Para que la buscas?
   —¿Usté qué cree?
   —A decir verdad no creo que estés en condiciones de exigir nada.
   —Ya, ¿y eso quién lo dice?
   —Lo dice alguien que no está dispuesta a perder a su hija dejándola en manos de un sinvergüenza.
   —No se precupe usté por eso… En tó caso, creo q'ha de sé ella quien decida que hacé con su vida, ¿no le parece?
   —Tómatelo como quieras, pero no la verás hasta que se te pase lo que traes encima.
   —Está bien. Lo haré, pero sepa usté que lo hago solo por ella.
   —Cuando llegue a casa hablaré con ella y si decide que quiere verte vendremos aquí mañana a mediodía.
   —¿Me puede poné una copa?
   —Sí, claro. Aquí estoy para servir copas y ganar dinero; pero no creo que eso te ayude con tus propósitos.
   —No se precupe. La tomaré y me iré a dormí.
   —¿Y dónde dormirás, si es que se puede saber?
   —La verdá es que no tengo  a ónde ir... pero si usté me deja, puedo hacerlo en uno de los reservados.
   —Está bien, pero no creas que por ello, te saldrás con la tuya.
   —Sepa usté que a su hija la quiero más que a mi propia vida.
   —Pues quien lo diría…: después de haberla visto llegar hace un par de semanas.
   —En eso tiene usté toa la razón, pero  la juro que no volverá a ocurrí.
   —De eso puedes estar seguro, de lo demás: no creo.
   —¿Me puede indicá en qué cuarto me puedo echá a dormí?—sugirió con voz relajada, después de apurar la copa de un solo trago.
   A la mañana siguiente, a eso de las once menos cuarto, Luisa informó a Teresa de lo acontecido durante la tarde-noche y, tras desayunar juntas y llamar a un taxi se dirigieron al local.
   —¿Y bien, qué es lo que quieres? —preguntó fríamente Teresa.
   —A ti, mi niña.
   —¿Estás seguro? ¡No creo que el amor se demuestre de la manera en que tú lo haces!
   Rodilla en tierra, con ademán de súplica.
   —Perdóname, mi niña. Te juro que no volverá a pasá.
   —Te puedo asegurar que así será: no pienso volver junto a ti.
   —Dame una oportunidá, mi niña —imploró entre sollozos.
   Sin mirarle a la cara, alzando la voz y arrojando las palabras al viento.
   —Para irme contigo tendrías que cambiar tus hábitos, tus celos…, en fin, todas esas cosas que tú sabes que no me gustan.
   —Mi niña, te prometo que haré tó lo que tú me pidas. Pa mi lo eres tó en mi vida.
   —Está bien..., siendo así: lo primero que tendrás que hacer  será dejar la droga.
   —Lo que tú digas, mi niña.
   —Hoy mismo iremos a informarnos de que tenemos que hacer para que ingreses en un centro de desintoxicación.
   —Muchas gracias, mi niña —dijo mientras se acercaba para darle un beso.
   —No, no, de eso ni hablar: hasta que no cumplas tu palabra no habrá ni besos ni nada conmigo ¿Está claro?
   Asintió un par de veces con la cabeza y siguió tras los pasos de Luisa y Teresa, sin pronunciar ni una sola palabra, hasta que llegaron a casa:
   —Más vale que te afeites y te des una ducha que pareces un…
   —Dilo, no te apures: en realidad es lo que soy, un drogadicto.
   —No seas tonto, cariño. Sabes perfectamente que no quería decir eso.
   —Tendrás que comparte algo de ropa —sugirió Luisa.
   —No tengo dinero.
   —No te preocupes…, ya contaba con ello.
   Después de comer, a eso de las cinco y media, salieron los tres con rumbo al centro de la ciudad. Antonio comenzaba a sentir los primeros síntomas de abstinencia…
   Al día siguiente, después de haber sido informados de  que en la capital de España había una organización no gubernamental donde se ayudaba a toxicómanos a superar sus problemas de adición, la pareja se desplazó en tren hasta Madrid y, tras ser recibidos, previa cita telefónica, en Proyecto Hombre,  después de que Antonio se derrumbase al exponer que unos meses atrás había intentado superar sus problemas con la adicción por iniciativa propia:
   —No te preocupes ni lamentes por tu fallido intento Antonio —indicó el terapeuta—, lo importante es que eres consciente de que tienes un problema y quieres solucionarlo.
   —La verdá es que no sé si seré capaz.
   —Sí que es cierto, que no  puedo asegurarte el éxito al cien por ciento, ya que no solo depende de nosotros; pero estoy convencido de que tienes muchas posibilidades... En el centro, además de la desintoxicación te ayudaremos a aprender y restablecer aquellas habilidades, actitudes y valores que  te permitan recuperar tus responsabilidades y vínculos socio-familiares y, reinsertarte en la sociedad con plena autonomía, quiero decir, sin necesidad de que tengas que utilizar drogas.
   —Suena tan fací así.
   —Evidentemente, sabes que te esperan unos días muy duros; pero una vez que superes el síndrome de abstinencia, te iremos preparando psicológicamente para que poco a poco te vayas reinsertando a la sociedad. No tengas miedo Antonio, además de la ayuda profesional contarás con el apoyo del resto de internos, muchos de ellos ingresaron con menos esperanzas que tú y están a las puertas de salir y formar parte de nuevo de la sociedad.
   —Perdone usted, ¿podré visitarle? —interpeló Teresa.
   —Sí, claro. Por supuesto que sí, pero será a partir del primer mes, cuando Antonio esté más relajado.
   —Siendo así, me quedo mucho más tranquila.
   —En cualquier caso, siempre que tenga alguna se podrá poner en contacto con nosotros vía telefónica —dijo dando por terminada la conversación, se levantó y dejó a la pareja durante unos minutos, con el fin de que estos pudieran despedirse con algo de intimidad y, después de esto, Teresa regresó junto a su madre y, tras pasar el primer mes desde el ingreso, retornó hasta la capital de España un par de veces al mes y durante su estancia, dos días por visita, fue comprobando como la recuperación proseguía de manera positiva. Catorce meses después, Antonio era dado de alta. De allí salió altivo, con algo más de peso de lo que siempre había sido normal en él, pero no le importaba: tenía en mente que a partir de ahí su vida daría un cambio radical, haría vida sana, deporte y, también, caminaría por los bellos parajes de Valcorchero para oxigenar su cabeza y los pulmones. Además contaría con que Teresa y José estarían allí para lo que este necesitase. La recuperación de Antonio era tan evidente que, cinco meses después de haber retornado a Plasencia y a la normalidad, Manuel le ofreció la posibilidad de incorporarse al trabajo bajo sus órdenes.



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