Martes,
ocho y media de la mañana, Teresa esperaba impaciente la llegada del autobús de
la línea 1 bajo marquesina, mientras saboreaba e intoxicaba sus pulmones con el
aromático y dañino humo que había inhalado de un cigarrillo que en ese
instante, estaba aplastado y restregado
contra el suelo presionando enérgicamente sobre él, con su pie derecho. Al
llegar a la parada, el bús que pretendía tomar había efectuado su salida,
estaba nerviosa porque no quería dejar a Antonio solo en casa, ya que era
consciente de que la soledad era algo que él, a pesar de su edad, no había
logrado superar. Llegó el autobús y, tras permanecer estacionado durante diez
minutos, emprendió su marcha. Unos minutos después, Teresa se puso en pie y
asiéndose con la mano derecha a la barra que en paralelo seguía la trayectoria
del techo del vehículo, pulsó reiteradas veces, con el dedo índice de su mano
izquierda, sobre el pequeño timbre que advertía al conductor que debía detener
su marcha en la próxima parada.
Al detenerse el vehículo, Teresa descendió y
cruzó la carretera utilizando el paso de cebra, y accedió, a través de las
pétreas escalinatas, al Centro Ambulatorio, Luis de Toro.
—Hola, buenos días —saludó a los presentes,
al ponerse en la fila.
—Hola —respondieron sin más.
Unos minutos después, llegó hasta la
ventanilla.
—Hola buenos días —volvió a saludar.
—Hola, ¿qué desea? —saludó e inquirió, una
veterana enfermera detrás de la acristalada y blanca mampara de madera luciendo
sobre su cabeza, una almidonada, tiesa y pulcra cofia; escondiendo sus pequeños
y redondos ojos detrás de unas gruesas lentes y dibujada sobre sus labios, una
leve sonrisa.
—Me de usted la «vez» para don Florencio
Nuevo, por favor.
La enfermera escribió un número sobre un
pequeño y membrado papel, lo retiró del talonario y se lo entregó:
—¿A qué hora empieza la consulta?
—A las nueve y media.
—Muchas gracias. Adiós.
—Adiós, adiós... ¡Siguiente!
Teresa condujo sus pasos hasta los
ascensores y, una vez junto a estos, decidió acceder a la segunda planta a
través de las escaleras y al llegar a la sala de espera, tras saludar a los
presentes, antes de tomar asiento en uno de los bancos de madera, se acercó
hasta una anciana que estaba apoyada sobre el quicio de la puerta de la
consulta.
—Hola, buenos días, ¿Por qué número va?
—El uno está en dentro…, yo tengo el dos…,
¿y usté, cuál tiene?
—Muchas gracias, señora. Yo, tengo el cinco.
—No hay de que hija.
Tras ser recibida por el doctor y explicar
el motivo de su visita, este le extendió un volante solicitando la analítica.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana Teresa aguardaba el turno, junto a
varias personas más, en fila sobre la escalinata, esperando que a las nueve
abriese sus puertas al público y poder acceder a la ventanilla para solicitar
el número correspondiente para la extracción la sangre.
—Por favor, me podría informar de ¿cuándo
estarán los resultados? —demandó.
—Para el lunes que viene —informó el ATS.
—Muchas gracias. Adiós.
—¡Hasta luego!
El domingo, por la tarde, Teresa le
convenció para salir a pasear por las inmediaciones del barrio. Durante un par
de horas, disfrutaron de la bonanza del tiempo, la calidez del sol y el trinar
de los encelados jilgueros y, después de descansar sobre el Cancho Segundo,
tras recorrer los escasos doscientos metros que distaban desde allí hasta las
viviendas, regresaron poco a poco hasta el hogar.
Lo que peor llevaba al salir a pasear era el
excesivo esfuerzo que requerían los cincuenta y cuatro angostos y malditos
peldaños que separaban su morada de la calle, aquellos mismos que tantas veces
él mismo había subido incluso de tres en tres en tantísimas ocasiones, y aunque
era consciente de que ella no tenía
culpa alguna de su estado físico y psíquico, no podía evitar el gruñir o
discutir por cualquier motivo, lo que contribuía a que se sintiese culpable de
su forma de actuar: entrando así en un círculo vicioso del cual no se podía
liberar ni siquiera un instante.
El lunes, después de pasarse por ventanilla
para recoger el número, ambos acudieron a la consulta del D. Florencio Nuevo.
Antonio para entregarle los informes que le habían dado en el hospital y para
que le inyectasen la dosis semanal de Pergiferteron alfa-2ª; Teresa, para saber
los resultados de la analítica.
Al salir de la consulta, se fundieron en un
fuerte abrazo y agarrados de la mano salieron del edificio con claras
evidencias de felicidad: el resultado de la analítica era negativo.
A última hora de la tarde, tras dejar
preparada la cena para él, tomó el autobús de las ocho y se bajó en la parada
de la Puerta
de Talavera y, a través de la misma calle, accedió a la plaza y desde allí
condujo sus pasos hasta el club para reincorporarse de nuevo al trabajo.
Pasaron dos meses y Antonio no entendía ni
se resignaba a tener que vivir prácticamente como un anciano cuando tan solo
contaba 39 años, eso le superaba, sufría por la incapacidad de dominar su rabia
e impotencia, y, cualquier motivo era suficiente para que estallase el
conflicto. Teresa, en cambio, trataba de convencerse de que tal vez todo fuese
fruto de la enfermedad y de algún modo se sentía con la obligación de
permanecer junto a él.
El tiempo siguió cursando como si nada
tuviese que hacer por nadie. Llegó el verano y con la alegría que este le
propiciaba desde su más tierna infancia, logró contagiar a Teresa, el ánimo y
las fuerzas suficientes para pensar que después de aquellas tempestades, por
fin, salía el sol.
A primeros de agosto en la consulta:
—¿Ocurre algo doctor? —preguntó Teresa, al
percibir el cambio tan brusco expresado en el rostro de D. Florencio, mientras
este revisaba la analítica de Antonio.
—Así es…
—¿De qué se trata, doctó? —inquirió Antonio.
—Según aparece reflejado en este informe el
VHC se ha convertido en HCC, quiero decir con esto que, la enfermedad ha pasado
a ser crónica y, eso equivale, entre otras cosas, a que hay que hacer algunos
reajustes tanto a nivel de alimentación como farmacológico y esperar a ver como
cursa.
El semblante de Antonio se vio afectado como
si hubiese recibido un jarro de agua fría.
—¡No te preocupes, cariño! Verás como todo
tiene solución —exclamó con la intención de alentar, Teresa.
A partir de ese día los trastornos en el
ritmo del sueño se acentuaron, alternó estados de euforia con depresión, su
estado afectivo estaba bajo mínimos. Teresa intentaba no perder los nervios,
vistiéndose de prudencia, haciendo como que no escuchaba los improperios que
lanzaba sin fundamento alguno: los celos, al igual que la enfermedad fueron in crescendo.
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