domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo III Episodio 7

El ocho de junio de 1985, después de salir de trabajar, Antonio y Teresa, se acercaron hasta el ferial y dieron un par de vueltas por la zona de las atracciones y, al comprobar que estás estaban siendo cerradas al público hasta el día siguiente, optaron por acceder a la zona del Parque de los Pinos y contando con el beneplácito de los porteros, se adentraron en una de las muchas casetas privadas que se hallaban instaladas en la zona y, entre bailes y risas, la fiesta y la noche seguían avanzando sin ser conscientes del transito del tiempo. Dos horas después, cansados de bailar, dirigieron sus pasos hacia la zona de mesas y optaron por sentarse para tomar un par de copas tranquilamente:
   —Hola, buenas noches —dijo Mª Manuela, la Chaparrita—. Dichosos lo ojos que te ven, chocho.
   —Me alegro de verte Manoli… De verás siento no haberme despedido de vosotras el día que rompí con Pepe; pero entiende que…, cuanto menos tiempo estuviese allí…
   —No te preocupes, chocho, no hace falta que te justifiques: todas sabemos que eres una gran persona.
   —Pero no os quedéis ahí de pie. Sentaos aquí con nosotros —invitó haciendo un gesto con la mano derecha a los recién llegados, Teresa.
   —¿Supongo que vosotros os conocéis, no? —inquirió Manoli mirando a Antonio y a Ernesto, su compañero sentimental.
   Los dos asintieron haciendo un gesto con la cabeza a la vez.
   —Vamos, Ernesto. Acompáñame a por las bebidas, ya sabes que en ferias solo sirven en la barra —indicó Antonio, y ambos se dirigieron hacia el mostrador.
   —¿Y qué tal te va con él, chocho?
   —Muy bien, la verdad es que muy bien. Sin duda alguna, es el hombre de mi vida; aunque a decir verdad, cuando no estoy junto a él me aburro bastante. Creo que eso de estar en casa cruzada de brazos esperando a que llegue tu amor: es algo que puede conmigo y me desespera.
   —Sí, claro. Te entiendo, chocho…, y, más, después de llevá tantos años en la noche.
   —Eso es lo que peor llevo; pero por todo lo demás, estoy encantada. Es muy cariñoso conmigo y me trata como a una reina y…, ¿ a ti qué tal te va la vida?
   —La verdá es que de mi Ernesto no me puéo quejá, aunque sé perfestamente que su único interés es seguí conmigo: porque cómo bien sabes tú, chocho, a él, no le gusta jincá er callo… Lo que me va mal ahora es el trabajo. Al día siguiente de irte, Pepe puso de encargada a la Marini, y como bien sabes tú, chocho: esa hija de p… no me pué ni vé… Por cierto, ¿sabes que hay un clú que se arquila en la zona de la Vera?
   —No, la verdad es que desde que estoy con Antonio apenas sé del mundo exterior.
   —Te digo…, porque cómo ante has dicho que te aburrías en casa…
   —Me parece una buena idea. Mañana le comentaré, a ver qué le parece.
   —Sí acaso es que sí, chocho, ya sabes que pués conta cormigo pa trabajá juntas de nuevo.
   —¡Vaya mierda de camareros!…, media hora para servir cuatro p… copas —vociferó Ernesto al llegar junto a las damas y, tras el retorno junto a ellas, continuaron hablando y bebiendo hasta que la música cesó y, a través del micrófono, les comunicaron que había llegado la hora de cerrar e invitaban amablemente que fuesen abandonando la caseta.
   Al salir a la calle, cegada por sol, con los ojos a mediocerrar, Teresa miro el reloj de pulsera y comprobó que eran las nueve y diez.
   —Me temo que habrá que ir pensando en irnos a dormir —indicó con voz pastosa.
   —Sí, creo que será lo más acertáo, chocho.
   —Bueno, pos, no se hable más…, ya nos veremos otro día —sugirió Antonio, dando la conversación por finalizada y, un par de segundos después, cada pareja retornó hacía su respectiva morada.
   Cuatro horas después, el bullicio formado por las charangas a su paso por de la calle del Sol les impedía seguir durmiendo.
   —Cariño, ¿qué te parece si nos apartamos un poco de todo este ruido? —sugirió con voz melosa—. Tengo la cabeza a punto de estallar.
   —Me parece bien, mi niña. Yo estoy igual; pero no creo que encontremos ningún sitio sin ruido…
   —¿Por qué no nos vamos a comer a algún pueblo? —sugirió Teresa.
—Tienes razón, mi niña. ¿Te apetece ir al ventorro del Regino?
   —Me gustaría poder visitar los pueblos de La Vera, me han hablado muy bien de ese lugar algunos de los clientes que frecuentaban el club…, ¿qué te parece, cariño?
   —Me parece estupendo, mi niña. Además, conozco un sitio en esa zona que estoy seguro que te encantará.
   Se levantaron y, tras ducharse, perfumarse y vestirse con atuendos cómodos, se dirigieron hacía donde estaba aparcado el automóvil, se subieron a este y, a través de la Calleja Larga      —Avda. de La Vera—, llegaron a la estación de servicio Los Cerezos, estacionó el vehículo y se adentraron en la cafetería para desayunar tranquilamente, y después de llenar el deposito de combustible prosiguieron el viaje por la N-110 y, a unos quinientos metros de la estación de servicio, tomaron, a mano derecha, la carretera de Jaraíz —actualmente la EX-203—, hasta que a la mitad de camino, entre Torremenga y Jaraíz de la vera:
   —Cariño, vas a tener que parar un momento
   —¿Te ocurre algo, mi niña?
   —Nada grave, pero es algo que nadie puede hacer por mí y no puedo aguantarme ni siquiera un minuto más...
   Ante el improvisado desconcierto, accionando el intermitente derecho, se apartó de la carretera y detuvo el vehículo justo en frente de un conjunto de casas bastantes deterioradas, que tiempo atrás albergaron un club de alterne según se podía apreciar, desde la distancia, por el rojo farol que permanecía en la cima de una larga barra de hierro incrustada sobre el tejado, e in situ podía leerse en un maltrecho y oxidado cartel «Se alquila», junto a un número telefónico.
   Siendo sabedora de la improbabilidad de que por las inmediaciones pudiese haber alguien, se apeó del automóvil y, sin demora alguna, se arremangó la falda hacia la cintura, se bajó las bragas y vació su vejiga justo al lado del coche..., unos segundos después, se enjugó sus partes con un trozo de papel higiénico que llevaba en el bolso de mano, se subió la intima prenda, se bajó la saya y, tras reajustarse la indumentaria, se introdujo y acomodó en el asiento del copiloto:
   —Cariño, ¿has visto?
   —¿El qué, mi niña? Estaba mirando hacia la carretera.
   —El cartel de se alquila.
   —¡Ah!, te refieres a eso. Sí, sí que lo he visto, mi niña.
   —¿Y no te sugiere nada?
   —Sí, que está abandonado, y, por lo que se vé: desde hace mucho tiempo.
   —Cariño, ¿de veras que eso es todo lo que te sugiere?
   —La verdá es que no se me ocurre na más.
   —Cariño, podríamos alquilarlo y abrir nuestro propio negocio, ¿qué te parece?
   —Mal.
   —¡¿Mal?! ¿Por qué?
   —Mu fácil, mi niña. Estoy más tieso que una mojama..., y porque sé, a ciencia cierta y así me lo has hecho saber, que tú tampoco tienes dinero.
   —Sí. Cierto es que no dispongo de efectivo... pero se te olvida, que puedo empeñar o vender las joyas que tengo en casa: total, ya no me las pongo.
   —Bueno, mi niña, siendo asín me parece bien la idea.
   Teresa rebuscó en su bolso un bolígrafo y tomó nota del número que aparecía en el roñoso cartel y, del mismo lugar extrajo un par de cigarrillos, los puso entre sus labios y tras darles fuego le pasó uno a Antonio y, tras dar una larga calada, exhaló con energía la humareda al tiempo que miraba hacia Antonio, sin poder evitar los síntomas de  satisfacción que denotaban el brillo de sus lindos ojos negros y la amplia sonrisa dibujada en su rostro y prosiguieron con el viaje hasta llegar al siguiente pueblo y, sin más dilación, a eso de las tres,  llegaron al lugar elegido para comer.
   —¿En serio que nunca has oído hablar de El Lago de Jaraíz?
   —Tan cierto como que estamos aquí, mi amor.
   —Pos, además de bonito, en este sitio  preparan la paella casi mejó que en Valencia y un pollo asáo que ni te cuento, mi niña. ¿Has probáo alguna vez el zorongollo?
   —¿ Y eso qué es, cariño?
   —Una ensalá de pimientos asáos que está para rechuparse los deos.
   —Pues, siendo así: ya sé lo que me voy a pedir para comer.
   Después de degustar y reposar la comida, a eso de las cinco y media, Teresa se dirigió hasta el mostrador, introdujo unas monedas y realizó una llamada desde el teléfono público y, tras ponerse en contacto con el dueño del burdel, acordaron reunirse media hora más tarde junto a las puertas de este para echar un vistazo al local.
   —¡Gracias, cariño!
   —¿Gracias por qué, mi niña?
   —Por traerme a este maravilloso lugar.
   —Ya te dije, mi niña, que te gustaría.
   —Cariño, ni siquiera sabía de su existencia.
   Tan puntual como el Abuelo Mayorga, a las seis en punto.
   —Hola, buenas tardes —dijo el recién llegado, mientras trataba de recoger del asiento de atrás un par de muletas, de esas antiguas que se ponían bajo la sobaquera.
   —Hola —respondieron casi al unísono, la pareja.
   —Soy Agapito Hernández, el dueño de todo esto que tenemos enfrente —especificó, estando fuera del automóvil, al tiempo que les tendía su mano—: supongo que ustedes me están esperando, ¿verdad?
   —Sí, así es… Me llamo Teresa y él, es Antonio, mi marido.
   Efectuados los saludos y concluido el protocolo, sin más preámbulos accedieron al interior del edificio y una vez visitadas las instalaciones y comentando el estado en que estas se encontraban, Teresa, propuso al dueño que ellos asumirían los gastos de adecentamiento tanto con los del interior como los exterior del local a cambio de tres mensualidades, y que, si en un futuro próximo, la cosa funcionaba bien podrían incluso formalizar el contrato de compra-venta del edificio y los terrenos donde este se hallaba ubicado. Siendo conforme Agapito, tras un apretón de manos, dieron por formalizado aquel contrato verbal, les entregó las llaves y se despidieron con un: «hasta otro día»   —sin más.



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