domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo IV Episodio 1




   Diecisiete años después...
   14 de febrero de 2014
   Al llegar junto a la esquina del edificio, Teresa percibe en su rostro como una cuchillada e instintivamente mira hacia el verde y animado letrero de neón que está situado justo al lado de la puerta de la farmacia, a unos tres metros de altura. Al observar que son las once y cinco de la mañana y que la temperatura en ese instante es de menos dos grados centígrados, al exhalar el aire de sus pulmones, observa el halo que deja el vaho que expele por su boca y percibe como un escalofrío se apodera de todo su cuerpo, se sube la bufanda hasta cubrir su nariz y continua caminando hasta llegar a la cafetería que está en el interior de la Estación de Autobuses de Salamanca:
   —Hola buenos días —saluda Teresa—. Me ponga un café con leche y un par de magdalenas, por favor.
   En otros tiempos hubiese encendido un cigarrillo después de desayunar, pero desde que regresó a Salamanca, tras el fallecimiento de Antonio, eran muchos los hábitos que había abandonado.
   —Me dice que le debo, por favor  —insta Teresa.
   —Dos euros con cincuenta —responde el joven camarero.
   Deposita el importe exacto sobre el mostrador, se despide del camarero y conduce sus pasos hacia  los aseos. Toma un trozo de papel para limpiar la taza del váter, se sienta sobre esta para liberar su vejiga y, mientras se lava las manos se mira al espejo «Hay que ver lo que cambian las cosas y las personas con el paso del tiempo» —se dice para sí misma, al verse reflejada en esa mujer de pelo corto y plateado, con el rostro como recién lavado y esas arrugas que no son capaces de menoscabar su belleza innata–: «Bueno, no estaré tan mal cuando todavía se paran a mirarme» —piensa mientras se dirige hacia la ventanilla expendedora de billetes de la Agencia  de Viajes Alsa:
   —Hola buenos días…, ida y vuelta para Plasencia, por favor.
   —¿Para cuando lo quiere usted?
   —Para hoy mismo…, en el primero que salga.
   —Para la ida, tiene usted uno que sale ahora en quince minutos…, y para el regreso dispone de dos opciones, bien en el de las seis y cuarto o bien en el de las siete y media.
   —Prefiero la segunda opción.
   —Aquí tiene usted, son dieciocho euros con veinticuatro céntimos.
   Entregó en mano un billete de veinte euros y, tras recoger el cambio y despedirse, dirige sus pasos hacia el punto de partida, un par de minutos después, efectúa su llegada un moderno, colorido y vistoso autocar y, seguidamente, se bajan los ocupantes para estirar las piernas o liberar sus vejigas.
   —Salimos en diez minutos, les ruego que no se demoren, por favor —indica el conductor.
   A su regreso, tras abrir el acceso a los viajeros, Teresa busca el asiento que le corresponde y después de quitarse el abrigo, doblarlo con cuidado y depositarlo sobre el portaobjetos que está justo encima de su asiento.
   —¿Me permite pasar señora?
   —Si la da iguá me pongo al lao de la ventana —sugiere la oronda anciana.
   —No se preocupe usted, por mi no hay inconveniente.
   —¿Estamos todos? —pregunta el conductor y observando que nadie dice nada, acciona el mando de abrir y cerrar las puertas, mira  a través de los retrovisores y prosigue con su ruta.
   —¿Va usté a Plasencia?
   —Sí, voy a visitar a mi gran amor.
   —Yo soy plasenciana y sabe usté…, no estoy acostumbrá a viajá…, y me pongo de los nervios…,  ahora vengo de pasá un mes en la casa de mi hijo…, que vive en Miranda de Ebro… ¿ A vé a su amó m'ha dicho usté?..., ¿en toavía no s'ha casao usté, con lo saños que tiene?
   —Bueno, en relidad más que ver, voy a visitarlo, ya que él falleció hace tiempo.
   —Cuanto lo siento mujé…, la soledá es mu mala…, el mi hombre también se me muruió hace más de vente años, después de una larga enfermedá… Me imagino que lo habrá pasao usté mu mal, ¿verdá?
   —Sí, la verdad es que cuando regresé junto a mi madre, lo pasé verdaderamente mal, estuve apunto incluso de quitarme la vida. Caí en una depresión, que de no haber sido por Arturo y mi madre estoy convencida de que usted y yo no habríamos coincidido en este autocar. Pero afortunadamente para mí, logré salir de aquel infierno y desde entonces, todos los años por el día de los enamorados y el de Todos los Santos regreso  para reencontrarme con él.
   Pero no se vaya usted a creer que todo ha sido un camino de rosas. Recuerdo, como si fuera ahora mismo, que al regresar a Salamanca después de visitarle el 1 de noviembre de 1997, se conoce que bien por la lluvia, o bien por el frío que pasé después de haberme calado hasta los huesos, el caso es que me agarré un gripazo que casi me cuesta la vida. Fíjese usted si cogería miedo, que desde entonces no he vuelto a fumar. Con la muerte de él, me conciencié que si quería seguir viviendo tendría que dejar todos aquellos hábitos que sabemos que son perjudiciales para la salud e innecesarios para vivir y desde entonces, me aparte de la noche, de tomar alcohol.
   También he de reconocer que si he podido llegar hasta el día de hoy, y en las condiciones que he llegado, ha sido precisamente debido a los sacrificios y también, gracias a que un conocido de mi madre intercedió por mí y pude conseguir una vacante de limpiadora en un colegio y fregando me he ganado el sustento hasta hace dieciséis meses, que son los que llevo jubilada. ¡Hay que ver! lo rápido que pasa el tiempo…, ya han pasado cinco años desde que murió mi querida madre y ocho desde que lo hizo Arturo.
   —Sí, asín, es la vida… pa cuando te quieres da de cuenta estamos hechos un changarro y no valemos pa na.
   Din, don, din… din don dín: «Señores pasajeros, el coche procedente de Salamanca y con destino a Sevilla va a efectuar su entrada en la estación… Se comunica que permanecerá estacionado durante quince minutos antes de proseguir con su recorrido» —informa una voz agradable y femenina. El mensaje expresado por megafonía agiliza la regresión de su abstracción pasajera.
   —¡Ah! Fíjese usted…, si se me ha pasado rápido el tiempo, que ni siquiera me he dado cuenta que estábamos en Plasencia… ¿mm?
   —Carmen, me llamo Carmen.
   —Mucho gusto, yo Teresa…, encantada de conocerla —dice acercándose para darle un par besos.
   —Igualmente, maja y que tenga usté  un güen regreso.
   Se abrieron las puertas del autocar y al bajar, Carmen es recibida por unos familiares, Teresa camina hacia las escaleras que conducen hasta la entrada principal. Al ascender al último peldaño mira el reloj que está justo por encima de la puerta principal «Joder, las dos y veinticinco, ya» —se dice para sí misma, al tiempo que conduce sus pasos hacia la cafetería y, tras desprenderse del clásico abrigo de paño azul, se acomoda en una de las mesas.
   —Hola buenos días —saluda el camarero—, ¿qué va usted a tomar?
   —Hola, tomaré el menú del día.
   —¿Y para beber? —pregunta de nuevo, al tiempo que la entrega un folleto con las opciones a elegir.
   —Un par de botellines de agua, a ser posible, sin refrigerar.
   Unos minutos después, acude el camarero con la bebida y un cestillo con pan.
   —¿Ha decidido ya, la señora?
   —Sí, tomaré lentejas estofadas,  filete de ternera con patatas y de postre una manzana.
   Media hora después, se levanta y dirige hacía el mostrador y elevando su mano en alto para llamar la atención del camarero.
   —Por favor, cuando pueda, me ponga un café con un poco leche templada.
   Unos minutos después.
   —Aquí tiene su café, señora.
   —¿Me dice usted que le debo?
   —Doce euros con cincuenta.
   Introduce su mano en el negro bolso de mano, saca un monedero de piel, corre la cremallera y extrae un billete de diez junto a tres monedas de euro que le entrega en mano.
   —Quédese con el cambio.
   —Muchas gracias, señora.      
   Al salir de la estación, baja las escalerillas agarrándose a la barandilla metálica y una vez en la acera se gira hacia la derecha y se dirige hacia el taxi que en primer lugar está estacionado bajo la marquesina.
   —Hola, buenas tardes —saluda al tiempo que abre la puerta trasera y se acomoda en el asiento de atrás.
   —Hola, ¿a dónde la llevo?
   —A la floristería que está en Santa Teresa.
   Siete minutos después.
   —¿Qué le debo?
   —Seis euros.
   Se baja del taxi, rebusca entre la calderilla del monedero y le entrega las seis monedas al tiempo que se despede de él y se adentra en la floristería.
   —Hola buenas tardes —saluda Teresa.
   —¡Hombre! ¿Qué tal? Ya está usted de vuelta.
   —Sí, aquí estamos, hijo, para no perder la costumbre.
   —Lo de siempre, ¿verdad?
   —Sí, eso mismo.
   —Hay que ver lo de prisa que corre el tiempo, ¿verdad?
   —A mi me lo vas a decir, hijo. Que apenas andabas cuando te ví por primera vez y ya estás echo todo un hombre.
   —Bueno, pues aquí tiene usted su encargo.
   —Déjame un bolígrafo, por favor.
«Con todo mi cariño para ti» —escribie sobre la nota que cuelga de la perfumada y roja rosa, el mismo mensaje que años atrás escribió Antonio sobre la nota que portaba aquella rosa roja de trapo que le regaló y que aún conserva en casa como oro en paño.
   —Ricardo, ¿qué te debo, hijo?
   —Nada señora, Teresa. Esta vez le invita la casa..., tómeselo como un premio por su lealtad y constancia.
   —Muchas gracias por el detalle hijo, que tal y como están los tiempos que corren no estamos para andar derrochando. No sé hasta dónde vamos a llegar... Desde que nos cambiaron al dichoso euro…, nada ha vuelto a ser igual: al final, va ser cierto eso de que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer... Esto de la democracia, al final, nos va a perjudicar a los que menos tenemos, como siempre: para que no perdamos la costumbre.
   —No se preocupe usted por nada, mujer…, y muchísimas gracias por seguir visitándonos.
   —Bueno, hijo, no te entretengo más. Dales muchos recuerdos a tus padres.
   —Se los daré de su parte, adiós, señora Teresa, adiós.
   En la puerta de entrada al cementerio, nota cómo su corazón se aceleraba, que el abrigo le sobra y aligerando el paso llega hasta la galería Nº 3 y, continua su camino, al tiempo que extrae un paquete de pañuelos del bolsillo del abrigo, con la mirada busca, en la segunda fila, la posición exacta donde yacen los restos mortales de Manuela, José y Antonio.
   Apenas faltan un par de metros cuando tímidamente comienza a hacerse notar, al igual que lo hacen las gotas de rocío, las primeras lágrimas; pero esta vez, no son por el dolor, sino por la felicidad que le produce el reencuentro, con el paso de los años Teresa ha podido comprobar que el tiempo y solo él tiene capacidad de hacer que el dolor se suavice y convierta en algo llevadero.
   «Aquí me tienes de nuevo cariño mío, ¿creíste que te podrías librar de mí, así sin más? Y no será porque no te lo dije infinidad de veces: que tú y solo tú eras y serías el único amor de mi vida» —dice sin decir nada, mientras pasa el pañuelo sobre la pulcra lápida y las fotografías y, a continuación, dando reiterados besos a las imágenes comienza a rezar todas aquellas oraciones que  durante su infancia aprendió en el colegio de monjas. Al término de estas, retira, de entre el exuberante ramo de flores artificiales, la marchita y quebradiza rosa dejada por ella misma, unos meses atrás. El hecho de que los familiares de Antonio la dejen allí hasta ser reemplazada por ella es algo que la hace sentir bien, además de querida y respetada; aunque desde el mismo instante en que abandonó el sepelio, sin decirles nada, perdió el interés de volver a comunicarse con cualquiera de ellos. En cambio, al que sí visita cada vez que regresa a Plasencia es a Evaristo, ya que este se trasladó a «vivir» junto a sus vecinos un par de meses después de que lo hiciese Antonio, justo el día de San Fulgencio, el patrón de Plasencia.
   «Bueno, cariño mío. Muy a mi pesar, me tengo que marchar; pero ya sabes que, el autocar al igual que el tiempo siguen su rumbo sin detenerse por nadie» —dijo... Y, cumpliendo con el protocolo familiar de encuentros y despedidas, dirige sus pasos hacia la salida del Campo Santo.
   Al llegar a la altura del arroyo Niebla, gira hacia la derecha y prosigue con su vuelta hacia la estación de autobuses a través del paseo que comunica el remodelado y cuidado paraje del Cachón con el reestructurado y bellísimo lugar de esparcimiento por excelencia desde tiempos inmemoriales de la Isla y, al cruzar el puente del río chico se gira y recorre con la mirada cada rincón «Hay que ver lo cambiada que está la ciudad» —se dice para sí misma, al tiempo que reanuda la marcha. Diez metros más adelante se detiene, y, mirando hacia a ambos lados de la travesía de la N-110, tras comprobar que no circula ningún vehículo, accede a la estación sin importarle que por esa zona esté  restringido el transito de peatones, ya que considera absurdo tener que recorrer la distancia que medía entre ella y el acceso principal. Al llegar junto al andén, comprueba la hora que es en su reloj y, en vista de que aún falta media hora, se acerca a una máquina expendedora, introduce el importe exacto, pulsa el botón que se corresponde con el botellín de agua y decide sentarse en uno de los bancos hasta que aparezca el autocar.
   Diez minutos después, din, don, din… din don dín: «Señores pasajeros, el coche procedente de Sevilla y con destino a Salamanca va a efectuar su entrada en la estación… Así mismo, se comunica a todos los pasajeros que dicho autocar permanecerá estacionado durante quince minutos antes de proseguir con su recorrido».
   Teresa se pone en pie, camina hacia la máquina de refrescos y saca una botella de agua para el viaje, a su regreso accede al interior del autobús, se desprende del abrigo y se acomoda sobre el asiento que tiene preasignado. Tan puntual como el Abuelo Mayorga, el conductor acciona el botón de abrir y cerrar las puertas, comprueba por los retrovisores y efectúa la maniobra para continuar con su itinerario. Nada más incorporarse a la A-66 Teresa recurre a algo que se ha convertido en habitual cuando se hace presente el tedio: recordar todas aquellas historias que en su día le contó Antonio  y a revivir aquellos momentos que ambos compartieron, sin necesidad de tener que suprimir el triste final.
   Sumergida en sus pensamientos llega a Salamanca sin ser consciente del paso del tiempo ni de los kilómetros recorridos. Al bajarse del autocar nota el brusco cambio de temperatura y, subiéndose la bufanda hasta tapar su nariz, comienza a caminar hacia su casa, erguida y pletórica «Tengo las pilas recargadas hasta la próxima cita, el 1 de noviembre de 2014, si Dios quiere» —piensa mientras sonríe.
   «La vida en sí, no es más que un espacio de tiempo que independientemente de lo corto, largo, divertido o tedioso que nos pueda resultar: en realidad  no deja de ser efímero».






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