El
viernes 28 de junio de 1985, sobre las diez
de la mañana, apareció el camión encargado de suministrar las bebidas.
En el interior del local, Teresa y José daban los últimos retoques de limpieza
a los botelleros, vasos, copas y demás utensilios. Al escuchar los bocinazos
que el camionero realizó al llegar y aparcar junto al club, Antonio salió a su
encuentro y, tras saludarse mutuamente, abrió las dos hojas de la puerta de par
en par para facilitarle la tarea al experimentado repartidor y, una vez
descargado y comprobado que la mercancía coincidía con lo encargado y abonado
el día anterior en un almacén de cervezas, refrescos, vinos y licores de Plasencia,
se despidieron con un: «Bueno, hasta la próxima entonces».
Aprovechando la ocasión, los tres hicieron
un alto en las tareas, se fumaron un par de cigarros y, posteriormente, se
dedicaron a rellenar los botelleros, a colocar los licores sobre las
estanterías y a guardar el resto del pedido en un pequeño habitáculo que haría
las veces de almacén.
A eso
de las dos y cuarto, Teresa puso en funcionamiento el equipo de sonido y
embelesados contemplaron la transformación del local: parecía como si este hubiese recobrado vida. La placentera
sensación, propició que aumentase en ellos la necesidad de reponer fuerzas y, a
diferencia de los días anteriores, no tendrían que sentarse en el suelo para
comer, ni tomar la bebida caliente.
A las cinco y cuarto, Antonio se desplazaba
hasta la ciudad para recoger a las chicas, entre tanto José y Teresa optaron
por descansar.
Hora y media después regresaron y, mientras
estacionaba el vehículo, las chicas se adentraron en el local.
—¿Os apetece tomar algo chicas? —indagó Teresa.
—Para mí ya sabes, chocho… Me pones un
güisqui solo, con tres yelos.
—Bacardí con cola —solicitó la China.
—¿Y tú, Isabel? —inquirió, al comprobar que
estaba distraída junto a un aseo.
—¿Cómo dices?
—¿Qué si te apetece una copa ahora?
—No, no. Déjalo pa luego más tarde, ya te
diré cuando tenga ganas.
Mientras que la encargada de atender la
barra iba sirviendo las demandas, las tres Marías se fueron a cambiar de
indumentaria. Al retornar estas, coincidiendo con el cambio de luces, padre e
hijo observaron que, además de transformación de la estancia, el aligeramiento
de ropa, el maquillaje y la purpúrea luz hicieron resaltar aún más la belleza
de las féminas. Una hora después, con los nervios a flor de piel, esperaban que
apareciese el primer cliente; pero la cosa se iba postergando y el desánimo
comenzó a hacerse notable. Antonio se asomó un par de veces al exterior:
—¡Venga chicas! La casa os invita a otra
copa —gritó Teresa, tratando de animar un poco al personal, aunque la verdad,
es que de poco sirvió.
Dieron las nueve, las nueve y media y la
noche seguía igual… hasta que, a eso de las diez y cuarto, cuando el astro rey
sucumbió y dio paso a la oscuridad vespertina, les pareció escuchar cómo se
acercaba y cesaba de repente el ruido de un motor y cómo, un par de segundos
después, tras el silencio, se escuchó un sonido metálico. El corazón de los que
estaban en el interior del local iba aumentando su ritmo vertiginosamente al
tiempo que sus miradas estaban todas dirigidas hacia el mismo sitio: la puerta
de entrada o salida, según desde el lado
que se esté situado con respecto a esta.
—Hola buenas noches —saludó tímidamente con
voz grave y tono intermedio un hombre bajito y regordete, de unos cuarenta años,
que al sentirse observado: se acercaba hasta el mostrador hecho un manojo de
nervios.
—Hola —respondieron casi todos a la par.
—Hola, buenas noches —repitió Teresa,
situándose frente a él—, ¿qué va usted a tomar?
—Una cerveza —respondió un poco más
relajado...
Entre sorbo y sorbo, este escudriñó de
arriba abajo cada rincón del local.
—Hay que vé lo que ha cambiao este sitio
—afirmó al cabo de unos minutos de observación—, afortunadamente pa mejól.
Al observar Teresa, el ademán que hizo este
al echarse la mano hacía atrás, intuyendo que se disponía a pagar, abrió el
botellero, sacó otra cerveza y la puso en frente del cliente.
—No, no —advirtió—. Solo voy a tomal una.
—No se preocupe amigo, esta va por cuenta de
la casa, por ser usted el primer cliente.
—Gracias —dijo exhibiendo una tímida
sonrisa.
En esos momentos, otro vehículo se detuvo
frente a la puerta y, tras detener el motor, se escucharon varios sonidos
metálicos. Unos segundos después, cuatro eran las personas que se adentraron en
el local. Poco a poco y a lo largo de la noche fueron apareciendo por allí,
varios con deseos de satisfacer sus necesidades; unos, a tomar unas copas y ver
que había por allí; otros, a tomar una copa sin más; y el resto: a intimar y disfrutar
de la compañía de las meretrices.
La semana pasó rápidamente y la clientela
fue en aumento a medida que transcurrían los días, el fin de semana se presentó
muy concurrido y las ganancias superaron cualquier previsión. Viendo que los
resultados eran satisfactorios e incluso mejor de los esperado, Antonio
comunicó a Huberto que buscase un sustituto, ya que tenía pensado cesar del
cargo en un par de semanas o tres como mucho y que el motivo real era que tenía
que atender su propio negocio. Huberto, no solo lo entendió, sino que además le
felicitó por ser un hombre de palabra.
Con el paso de los meses y los viajes
realizados, una noche, el R-6 se negó a seguir en activo y les obligó a tener
que dormir en el local, ya que a esas horas no había posibilidad de acceder a
ningún teléfono público y, a pesar de que los móviles estaban comenzando a
popularizarse, la pareja aún no contaban con aparato alguno. Regresaron a
Plasencia a media mañana, después de que Antonio, a primeras horas del día, se
desplazara andando hasta Jaraíz y pudo localizar al taxista del pueblo. Una vez
llegaron a «La Perla
del valle» (Plasencia), viendo que sin vehículo propio la cosa se complicaba,
sin pensárselo, Teresa y Antonio decidieron acudir a uno de los concesionarios
de compra-venta de segunda mano de la ciudad y, después de observar la
exposición, decidieron de mutuo acuerdo elegir un Mercedes-Bentz S 280 clase SE
color verde metalizado.
Agosto de 1987, con motivo de la celebración
de las fiestas de la patrona —La Virgen Blanca —, como todos los años, por esas
fechas, el pueblo se desbordaba como consecuencia de la afluencia de infinidad
de lugareños procedentes de los pueblos colindantes y el retorno masivo, desde
distintas ciudades españolas, de todos los nacidos en el lugar, acompañados por
sus respectivas parejas e hijos. Ese
año, la cosecha de cerezas había sido descomunal y la de tabaco auguraba buenos
presagios, motivo por el cual, la mayoría
de los vecinos participaban de dicha festividad embriagados y ataviados con sus
mejores galas. Naturales y foráneos eran
gustosos de conmemorar con alegría y esplendidez dicha fecha, no solo por el
hecho de ser un día tan señalado eclesiásticamente, sino para brindar por la
generosidad de la tierra y la bonanza del tiempo que habían hecho posible las
abundantes cosechas. Era tal su entusiasmo que no les importaba invitar y
compartir con los demás, la satisfacción por haber logrado salir victoriosos
una vez más con el sudor y el esfuerzo de todo un laborioso año.
Desde primeras horas de la mañana, Antonio,
José y Teresa, participaban de los eventos y pasacalles que se vivían en el
pueblo. Unas horas después, a eso de las tres, decidieron ir a comer a uno de
los numerosos bares del lugar. A la puerta, antes de entrar, sobre una gran pizarra podía leerse:
«Ración
de paella 500 pts .
sardinas asadas 300 pts .
(la media docena y 500 la entera), chuletillas de cordero 100 pts . cada una, el pan y
la bebida corren por cuenta de la casa».
Al entrar en el local se dieron cuenta de que
no había mesas disponibles y decidieron irse a otro que estuviese menos
concurrido. Un par de metros antes de llegar a la salida fueron abordados:
—Hola, buenas tardes señores, ¿se marchan
ya? —consultó con voz ronca y grave un camarero, de unos sesenta años.
—Sí, asín es —respondió Antonio—, aunque la
verdá es que m'han hablado mu bien de este sitio y nos hubiese gustáo comé
aquí.
—Bueno, hombre… tó se pué arreglá —indicó el
grueso camarero con una amplia sonrisa dibujada en sus grandes y carnosos
labios.
—Perdón, ¿cómo dice usted? —intercedió
Teresa.
—Que endentro tenemos un patio y también
servimos allí... si no los importa claro
—Está bien —respondió Antonio—, pasaremos a
vé lo que hay, y, si nos gusta: sin ningún problema jefe.
Se trataba de un atractivo y acogedor patio,
en cuyo interior había cuatro mesas montadas y dispuestas para atender las
necesidades alimenticias de cualquier cliente que no le importase estar
comiendo bajo la tupida sombra de un amplio, natural y cargado emparrado, del
cual colgaban hermosos y dulces racimos de uva moscatel.
—Jefe, nos quedamos —indicó con un guiño y
una amplia sonrisa dibujada en su rostro, Antonio.
Una vez acomodados, mientras que eran
atendidos, observaron el ajetreado día
que llevaban las mujeres que se encargaban de preparar los menús. A mano
derecha, sobre un rincón, se hallaba una grandiosa y humeante parrilla, de unos
tres metros de largo por uno de ancho, donde eran depositadas, en su parte
izquierda, infinidad de frescas y apetecibles sardinas y, en el extremo
opuesto, lentamente se iban asando las tiernas y jugosas chuletillas de
cordero. Las incansables mujeres retiraban del fuego y colocaban sobre platos,
con sumo cuidado, según la demanda de los camareros. A mano izquierda, a unos
cuatro metros de la susodicha parrilla, tres enormes paellas y otras tantas
mujeres se encargaban de preparar y
servir las solicitadas raciones. El sonido y el olor que emanaban de ambos
sitios no sólo inundaban el ambiente, sino que despertaban aún más el deseo de
poder deleitar las exquisitas y sabrosas pitanzas.
Al cabo de un tiempo, apareció el camarero
con un cestillo de pan y un búcaro lleno de delicioso, turbio y fresco jugo de
Pitarra.
—¿Han decidio ya los señores? —consultó,
dirigiendo la vista hacia los comensales.
—Sí. Traiga paella pa los tres, una docena
de sardinas y otra de chuletillas
—indicó con tono suave el impaciente y hambriento, Antonio.
—¡Por favor! ¿Podrían prepararnos una
ensalada mixta? —consultó, Teresa.
—Preguntaré a las cocineras a vé que dicen —dijo sin más, el gentil y
atento camarero.
—Traiga
también una gaseosa, ¡por favor! —indicó de nuevo Teresa.
El camarero se dirigió hacia las guisanderas
y, tras hablar con la de más edad, durante unos segundos, volviendo la mirada
hacia la mesa le hizo un gesto asintiendo con su desplumada cabeza, Antonio
levantó su mano derecha e hizo el ademán de ok.
Mientras les traía el pedido, observaban con
asombro, como los ajetreados trabajadores iban y venían continuamente del
interior del bar al patio y viceversa, llevando y trayendo los platos, al
tiempo que escuchaban al unísono varios encargos: «mesa tres, cuatro de paella
y dos de sardinas; mesa seis, dos paellas, una de sardina y media de chuletas;
mesa diez, cinco de sardinas y tres de chuletas» —contestando seguidamente las
afanadas y atentas mujeres «¡Oído cocina!».
—Hay que vé, cuidao la cantidá de gente que
andan por aquí hoy, ¡Ni que fuera la
Virgen del Rocío! —exclamó José.
En aquél instante llegaba, portando en su
mano y antebrazo derecho las tres raciones de paella y las sardinas y las
chuletas en la izquierda.
—Sí que es verdad, papa —respondió Teresa.
Una vez depositado con sumo cuidado sobre la
mesa.
—¡Buen provecho señores! —exclamó el amable
y noble sirviente
—¡Gracias! —respondieron al unísono.
—¡Hmm…! La paella está deliciosa —indicó
Teresa
—Las sardinas tién güena pinta —anunció,
José.
—Pos, la ensalada y las chuletas no os
podéis ni imaginá —manifestó, Antonio.
—¡Venga!, tós al prato y dejá ya de
jablá ¡Qué oveja que bala bocao que
pierde! —exclamó, dando por finiquitada la conversación.
Una vez que terminaron de yantar, tras
tomarse un café y reposar un poco, a eso de las cinco menos cuarto, se
dispusieron a salir con la intención de acondicionar su propio local para
abrirlo y, mientras que José y Teresa se encargaban de prepararlo todo, Antonio
se desplazó hasta Plasencia para recoger a las chicas y, tras su retorno, a eso de las ocho y media, las chicas estaban
tomándose una copa por cortesía de la casa mientras de fondo sonaba el Hey, no vayas presumiendo por ahí, de
Julio Iglesias y al retirarse el astro rey para dar paso a la luna, el local se
fue ocupando. Los lugareños estaban contentos y con ganas de gastar dinero,
algunos eran ya clientes habituales y raro era el día que no se dejaban caer
por allí: aunque solo fuese para tomarse un par de consumiciones.
Entre copas risas y alegrías la noche iba
pasando y, a eso de la medianoche:
—Cariño, creo que deberías ir a buscar más
chicas. La noche se está dando muy bien y estos quieren disponer de más carne
donde elegir —sugirió haciendo un gesto pícaro, Teresa.
—Tienes razón, mi niña me iré hasta la plaza
a vé si están por allí la Mari ,
la Toñi , la Susí o la
Gitana.
—Sí traes alguna más no te importe, la noche
está prospera.
—Bueno,
me marcho. Estaré aquí en un plis plas.
En torno a las doce y cuarto, entró en el
local, dando tumbos alguien de unos 45 años, cuyo aspecto físico dejaba mucho
que desear, el susodicho era conocido en la zona por el sobrenombre de el Tuerto. Sobre su rostro, una cicatriz
le cruzaba la mejilla izquierda por completo. Este se adentró hasta el fondo
del local y ocupó uno de los taburetes
junto a la barra. Un par de minutos después, Teresa se acercó hasta él.
—Hola, buenas noches. ¿Qué le pongo?
—¡Hola, preciosa! Me pones un coñac con
Cola-Cola —exclamó con voz pastosa, al tiempo que le guiñaba el ojo bueno.
—No tenemos esa marca, ¿le da igual que sea
Pepsi?
—Bien, si no hay otra cosa… Pónmelo —dijo
alzando la voz con tono despectivo.
Tras servirle la copa y echar este un sorbo,
apoyándose con los codos sobre el mostrador, retorciendo el pescuezo como si
fuese un mochuelo, echó un vistazo de
arriba abajo a todas y cada una de las chicas al tiempo que ponía cara de asco.
Cinco minutos después, se acercó hasta él una de ellas:
—Hola, buenas noches, guapo. Me llamo
Isabel, pero todos me dicen la Legionaria.
—¿Qué hoctias quieres, tú? —respondió sin
mirarla.
—Na..., hablá si te apetece —sugirió con voz
dulce y suave al tiempo que le acariciaba, con la mano izquierda, la espalda.
—¡Y de qué cojones quieres hablá!
—De lo que tú quieras mi amó…, ya sabes que
aquí estoy pa trabajá, mi niño.
—¡Qué coño quieres decí con eso!
—Pos, que me puedes invitá a una copita y si
tú quieres podemos entrá en el reservao… Pero solo si tú quieres, ¿eh?
—Déjalo. No insistas. No tengo ganas, además
eres mu fea. ¡Marcha de aquí! ¡Hala!, ¡vete a la p... mierda!
Al ver
que el cliente no dejaba de menospreciarla esta se retiró y dirigió hacia otra
de las chicas que estaba junto a la pared, esperando a que alguien solicitase
sus servicios.
—¿Qué pasa, chocho?..., ¿por qué t'has venió
asín tan de repente?
—Es un estúpido…, pos no me dice que soy mu
fea ¡El hijo de p…!
—Voy a probá suerte, a vé qué me dise a mí.
—Pos, vete preparando, tía… que seguro te
sorprende con algún disparate.
Caminando con aires de marquesa, con un
cigarrillo en su mano derecha, llegó junto al mal hablado cliente la
Chaparrita.
—Hola, guapetón…, ¿llevas fuego, cariño?
—dijo con voz melosa.
—Toma y déjame en paz o te pego fuego a ti
—dijo a la vez que dejo caer el encendedor sobre el mostrador, el malhumorado individuo.
—¿Qué te pasa, guapo? —curioseó—. Parese que
hoy no estás por la labó, ¿verdá?
—Y a ti que hoctia te importa…, ¿acaso te
crees más guapa que la otra?
—¡Qué borde eres tío!... ¿Tú de que vas,
julay?
—Voy de lo que me se pone de los cojones…
¿Te queda claro o te lo explico otra vez?
Al regresar de Plasencia, Antonio se vio
obligado a estacionar junto a un par de vehículos que llevaban bastante tiempo
abandonados junto a la explanada. Un par de minutos después, entraban, por la
puerta de atrás, su padre, tres chicas y él.
Nada más entrar, al percatarse de las voces
que estaba dando el bullicioso y pendenciero individuo, se dirigió hacia donde
este.
—Hola, buenas noches. ¿Le pasa algo, amigo?
—¿Acaso te crees que tengo que darte alguna
explicación a ti?
—Tómese la copa «amigo» y, si hace falta, le
invito a otra... pero deje usté a las mujeres hacer su trabajo —sugirió al
tiempo que le daba unas palmaditas sobre el hombro, en plan amistoso—. Y si a
usté no le gusta ninguna, se tome la consumición tranquilamente y, le pido por favó que, cuando se la termine,
abandone el local.
—¿Pero aquí se puede follá o no?
—¡Por favor!, le ruego, que modere su vocabulario—intervino Teresa—. Sí
se refiere usted a qué si se puede entrar al reservado con las chicas: la
respuesta es sí.
—Pos, entonces, quiero entrá contigo
preciosa.
—Lo siento amigo, ella está de encargá y no
alterna con nadie —advirtió con tono serio, Antonio.
—Me da igual, yo, solo quiero con ella. Las
otras son unos cardos burriqueros.
—Pos, va a sé que no «amigo», ella solo está
pa mí —respondió frunciendo el ceño, apretando los puños y las mandíbulas.
—Tengo dinero y follo con quien me sale de
la polla ¡Hijo de p…!
Sin poder reprimir su ira, la emprendió a
puñetazos contra el insolente e injurioso cliente hasta sacarle del club y,
unos minutos después, retornó junto a su amada, sin interesarse lo más mínimo
por el estado en que se pudiese encontrar el cargante y belicoso individuo al
que había dejado tendido en mitad de la explanada, con el rostro y el atuendo
completamente ensangrentados, al propinarle una patada en la boca cuando el Tuerto trataba de reincorporarse:
después de haber recibido sobre su rostro media docena de mortíferos puñetazos.
En el interior local, la noche prosiguió
entre risas, copas y reservados sin darle mayor importancia a lo acontecido.
—Papa, hoy se está dando la noche de p…
madre, es el día que más dinero estamos sacando desde que abrimos.
—Ya lo veo hijo, estos de los pueblos tién
muchas perras y cuando salen de fiesta, salen a gastá.
Sobre las cuatro y media, la bebida comenzó
a dar signos de escasez y los clientes poco a poco fueron retirándose. Fue
entonces, cuando uno de estos, al dirigirse hacia su vehículo observó que había
alguien tirado en el suelo y acercándose, creyendo que podía estar dormido hizo
como que se tropezaba con él. Al darse cuenta de que no solo no contestó, sino que además estaba
rígido. Sin pensárselo, se introdujo en su automóvil y se presentó en la casa
cuartel que estaba situado a un par de kilómetros, en un pueblo cercano.
Tras aporrear fuertemente con la aldaba
sobre la puerta.
—¿Quién va? —gritó desde el interior, el
número que estaba de guardia.
—Abran, abran rápido —respondió hecho una
madeja de nervios el recién llegado.
—¿Qué voces son esas? —reprendió el guardia
a través de un ventanuco que estaba incrustado en la puerta principal.
—Vengo de Las Palmeras, y, al salir, he
visto que hay un hombre tumbado sobre un charco de sangre. ¡Creo que está
muerto!
El guardia abrió el portón y le invitó a que
entrase en el cuarto adyacente.
—Siéntese ahí —indicó al tiempo que hizo
sonar un timbre—, de me usted su DNI y cuénteme sin omitir detalle que es lo
que usted ha visto allí.
—Ya se lo he dicho antes: al salir del local
he visto…
Irrumpieron
precipitadamente en el despacho el cabo y otro número
—Hola, buenas noches —dijeron casi a la
par—:¿Qué ocurre Sánchez? —inquirió el de mayor graduación.
—Según este hombre, ha aparecido alguien que
cree muerto en las inmediaciones del club de alterne.
A continuación, avisaron a la ambulancia que
cubría la zona por estar en fiestas un par de pueblos cercanos. Quince minutos
más tarde, al llegar esta y la guardia civil al lugar de los hechos, uno de los
agentes se dirigió directamente al local e irrumpió vociferando, todo lo alto
que su acampanada voz le permitía.
—¡Quieto todo el mundo!, ¡encender la luz!
¡Vamos, rápido!
Su compañero permanecía de pie junto al
equipo sanitario. Y, tras realizarse los primeros auxilios in situ.
—Aún está con vida, pero no sé si
llegaremos… —respondió el facultativo al tiempo que ordenaba introducirlo en la ambulancia.
—Estos sitios no traen más que problemas
—gruñó el cabo mientras se dirigía al local.
En el interior, todos estaban alborotados y
confusos sin saber la causa de la presencia de las autoridades.
—¿Quién está al cargo del local? —dijo nada
más entrar el cabo.
—Servidor—respondió,
dando un paso al frente, Antonio—, ¿ocurre algo señó?
—Eso, me temo que me lo tendréis que aclarar
alguno de los que estáis aquí —propuso con energía y enojado.
—¡¿Pero de qué se trata, oficial?!
—intervino, sin salir de su asombro, Teresa.
—Hay un hombre que se debate entre la vida y
la muerte camino del hospital..., estaba ahí fuera tirado entre dos coches y
cubierto de sangre.
—Entonces, no se hable más —sugirió
Antonio—, quizás se trate de alguien a quien hace unas horas he tenido que
expulsar del local.
Una vez anotados el DNI de todos los que
allí se encontraban, a efectos de ser posibles testigos, tras precintar la
entrada y prohibir que se moviesen los
vehículos entre los que apareció la víctima, Antonio fue conducido al
cuartelillo y, tras la declaración, a eso de las once horas, fue trasladado y
puesto a disposición del Juzgado de Primera Instancia de Plasencia, y desde
allí mismo, a última hora de la tarde, hasta el Centro Penitenciario Cáceres I,
ya que el juez ordenó su ingreso en prisión preventiva, como consecuencia del fallecimiento
de la víctima antes de que esta pudiese ser atendida en el Hospital Virgen del
Puerto, de Plasencia.
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