A pesar
de que diciembre comenzó oscuro y lluvioso, no logró hacer mella en la eufórica
pandilla. Por un lado, estaban las ansiadas vacaciones escolares; por el otro,
podrían paladear los deliciosos manjares, que durante el resto del año estaban
vetados por la deplorable situación económica que, por aquella época, afectaba
en un gran número de hogares españoles.
Día 22, sentados al rededor del brasero bajo
la tenue y trémula luz de los candiles:
—Habrá que prepará los achiperres pa pedí el aguinaldo, ¿no? —propuso Antonio.
—Sí, eso, y también que no se nos olvide
escribí la carta —expresó Moreno.
—¿Ya tenéis pensao que vais a pedi este año?
—sondeó Rocío.
—¡Yo,
sí! —gritó con los ojos fuera de si por la emoción, Leandro—. Este año voy a
pedirles un Scalestris, una bici y los Juegos Reunidos Geype.
—Yo, dejaré que me traigan lo que ellos
quieran, porque siempre me traen cosas que no escribo —respondió Susi.
—Bueno…bueno. Ya sabéis que no basta solo
con pedir los juguetes, además hay que ser buenos durante todo el año —recalcó
Lucía.
—Yo, no pediré na…, al final, siempre me
traen lo mismo: una carroza con indios y una escopeta pa cazá osos, leones y
elefantes... el chaleco, el sombrero, la insignia de sheriff y dos
pistolas —respondió otro de los allí
reunidos.
—Pos, a mí el año pasao..., por ser malo,
solo me trajeron una morcilla patatera… Y menos mal, que mi madre, me había
comprao un balón el día antes..., que si no: me había quedao sin na —refirió
Moreno.
—¿Y vosotras que váis a pedi? —preguntó
Antonio, mirando a Rocío y Lucía.
—Yo, me pediré algo de ropa..., mi madre
m'ha dicho que soy mu grande pa muñecas.
—A mí, me traerán útiles para la escuela… Mi
padre se ha empeñado en que tengo que seguir estudiando.
Día 24, después de comer, a eso de las
cuatro, comenzaron a aparecer por «cuartel general» y, una vez supervisado lo
que cada uno había ido depositando sobre la mesa camilla, comenzó a organizar
los grupos y el reparto de instrumentos. Cada grupo constaría de seis miembros,
una botella de anís, vacía, una pandereta y una zambomba, quedando distribuidos
así: Antonio, Rocío, Moreno y tres más para el acompañamiento; Vicente, Lucía,
Leandro y cuatro más y Pedro, Ana, Susi y el resto de los componentes de la
banda. —En Plasencia era costumbre que, los pequeños y adolescentes, durante la
tarde-noche del 24 acudiesen a solicitar el aguinaldo. El evento, consistía en
recorrer y visitar a los vecinos de la barriada con el fin de obtener unas
monedas y algún que otro dulce y, a cambio, los convidados tenían que
interpretar, con mayor o menor habilidad, los cánticos navideños tradicionales.
En primer lugar se llamaba a la puerta y, al ser esta abierta, comenzaban a
cantar: « / Dame el aguinardo, que es lo que te pido…/ una perragorda o un vaso
de vino…/ y, sí no me lo das…/ me cago en tu portal /». Ni todas las puertas
eran abiertas ni en todas las casas correspondían con el trueque; aunque por
norma general, la mayoría permitía el acceso a la vivienda.
Tras pulsar el timbre un par de veces, la
puerta fue abierta hasta atrás. Estupefactos y en silencio, con los ojos al
igual que la puerta, permanecieron durante unos segundos, al descubrir que
frente a ellos, sobre la mesa camilla descansaban dos o tres bandejas repletas
de deliciosos trozos de turrón, blando y duro; coloridas y complacientes
porciones de fruta escarchada, mazapanes, polvorones, nevaditos, peladillas y
piñones. El tamaño de sus pupilas se multiplicó por tres a la vez que las
papilas gustativas comenzaban a segregar saliva. Al fondo, sobre el aparador,
una bandeja con botellas de anís, coñac, ponche, güisqui, vino dulce... y otra
con una docena de copas que ansiaban ser llenadas y formar parte del evento
familiar. Decorados con llamativos adornos y envueltos con guirnaldas de mil
colores se hallaban la lámpara y el televisor y, sobre el frigorífico, un
radiocasete cantaba: «/Campana sobre campaaana y sobre campana uuuna… /Belén,
campanas de Belén…/ que los ángeles cantan, por ver a Dios nacer...».
—Pasad… pasad —dijo amablemente la dueña de
la casa.
—Hola, buenas tardes. Venimos a por el
aguinaldo —enunció poniendo cara de niño inocente, Antonio.
—¡¿Asín…, sin más, hijo?! —indicó al tiempo que silenciaba el
reproductor musical.
Antonio volvió la mirada hacía sus
acompañantes y, después de contar en alto hasta tres, comenzó a rascar, con el
mango de la cuchara, el rugoso y áspero lomo de la botella de anís; Rocío le acompañó
con la pandereta y Moreno con la zambomba y, unos segundos después, con voz
dulce y melódica los pequeños comenzaron a cantar: «/Hacia Belén va una burra,
rin, rin… yo me remendaba…, yo me remendé, yo me eché un remiendo, yo me lo
quité…, cargada de chocolaate/ María/ María/ ven acá corriendo… que los
chocolatillos se me están cayendo…».
Al terminar su repertorio, tres o cuatro
villancicos, los aplausos invadieron el hogar:
—Muy bien…, muy bien —agasajó la señora de
más edad, sin dejar de palmear al tiempo que les animaba— podéis tomar de las
bandejas todo lo que os apetezca; excepto el licor, que yo misma os serviré una
copita de anís para todos.
Al rato, tras haber degustado una porción de
aquello que les había llamado la atención, después de recibir unas monedas, se
despidieron de la familia con efusivas muestras de agradecimiento y, para
cuando salió el último al rellano, la puerta de enfrente se abría para otro
tanto de lo mismo.
A eso de las nueve, como habían acordado,
retornaron la plazuela después de haber estado cantando, comiendo y bebiendo
durante más de cuatro horas y, una vez reunidos:
—¿Qué os parece si ajuntamos las perras y
nos lo gastamos mañana? —propuso Antonio.
Los cabecillas dirigieron la mirada hacia su
equipo en señal de pregunta:
—Bien. Pos, siendo asín, ¿quién lo quiere
gurdá?
—Propongo que seas tú mismo —expresó con
energía, Rocío.
—Estoy de acuerdo —dijeron los demás al ser
señalados por el dedo índice de esta.
—¡Vale!, sí asín lo habéis decidio asín se
hará. Bueno…, creo que va siendo hora de ir a cená, asín que cada mochuelo a su
olivo.
—Hasta mañana Antonio, que te lo pases bien
esta noche —dijeron los demás.
—Igualmente pa tós vosotros y recordá que
mañana nos vemos donde siempre —dijo tras pasar la puerta del portal y comenzar
a subir las escaleras de tres en tres.
Al llegar a la altura del rellano, tiró del
cordón para entrar y, de tan contento como iba, se olvidó de cumplir con el
protocolo familiar:
—¡Hmm!, mama…, gúele que alimenta lo que
usté está cocinando».
—Mejó sabrá, hijo mío —afirmó sin descuidar
ni un instante lo que a fuego lento bullía en una enorme y bermeja cazuela.
—Mire, mama, todo lo que hemos sacao del
aguinardo —manifestó a la par que le mostraba el puñado de monedas.
—¡¿A to eso habéis tocao cá uno, hijo?!
—interrogó extrañada, al ver la cantidad.
—No, mama… ¡Ojalá!..., aquí está lo de tós.
—Pos, sí…,
si que s'os ha dao bien, sí... ¡Anda!, vete lavando las manos, que
enseguía vendrán tú padre y hermanos.
Al regresar del cuarto de baño, se detuvo
junto a la cocina, apartó la cortina y asomando la cabeza.
—¿La ayudo en algo, mama? —consultó.
—Sí, hijo. Ve poniendo los platos en la
mesa, que hoy tendremos que cená en dos o tres tandas.
El
placentero aroma que emanaba desde el reducido habitáculo se dispersó por la
casa. Esa noche, no habría pavo para
cenar como tienen por costumbre los americanos; pero con mucho esmero, se
estaban estofando, que no asando, dos espléndidos y titánicos capones que
habían sido criados con estimación y desvelo por uno de los vecinos del
vecindario. De primer plato, tomarían una substanciosa sopa de pescado; de
segundo, una abundante ración de exquisito y jugoso capón; de tercero, en una
gran fuente, se repartían el espacio una buena ración de mejillones al vapor,
cangrejos y un par de kilos de langostinos que anhelaban ser devorados:
—Está todo riquísimo, mama —expresó Carmen,
al tiempo se re chupaba los dedos.
—¡Gracias, hija!
—Me tendrá que decí usté dónde está el
secreto.
—Ya hace años que te dije dónde reside la
esencia de una buena cocinera.
—Sí, sí que es cierto; pero a usté le queda
mucho mejó.
—En su día, eso que acabas de decí, le dije
yo a tu agüela.
—Ya, pero ¿a dónde está el secreto?
—Hay que poné mucho amó en tó lo que hagas,
hija… y cuando sea pa la familia mucho más.
—Siempre lo hago tal cual me enseñó; pero
aun así, me gusta más como le queda a usté.
—Agüela, tiene razón mi madre —corroboró el
pequeño Manolete—, usté guisa mucho mejó que ella.
Ante el imprevisto, los allí reunidos
comenzaron a reír efusivamente y, mientras que Carmen y Azucena despejaban la
mesa, los demás elogiaron a la abuela por lo bien que habían cenado. Al
retornar de la cocina lo hicieron portando dos hermosas bandejas repletas de
turrón, mazapanes, polvorones, peladillas, piñones... después llegarían las
botellas de licor para los adultos y las de refrescos para los menores de edad
y comenzaron a reír, cantar y bailar hasta bien entrada la madrugada desde el
más chico hasta el más grande.
Unas horas después, la plazuela amaneció
fría y brumosa, sin embargo, no fue ningún obstáculo para reunirse como habían
acordado en la tarde-noche anterior y, tras saludarse y comentar como les había
ido a unos y a otros, se dirigieron
hacia su segunda casa. Una vez allí, mientras que Antonio preparaba el brasero,
los demás trataban de llegar a un acuerdo con respecto a cómo invertir el
dinero recaudado.
—Bueno, ¿qué? —consultó al tiempo que se
frotaba las manos para entrar en calor.
—Sí, asín es, Antonio. Solo estamos
esperando pa vé si tú estás conforme —dijo Rocío.
—Por mi parte, ningún problema y lo que
haigais dicho se comprará y ya está
—manifestó antes de que emprendiesen el camino para hacerse con las
provisiones.
Se detuvieron al llegar a una de las tres
tabernas que había en la barriada, el motivo no era otro que el hecho de que en
los ultramarinos, excepto el pan, tenían
prohibida la venta de los demás comestibles en días festivos.
—Hola, buenos días Ramón ¡Feliz Navidá!
—dijo Antonio.
—Hola, buenos días chavales… ¿A ónde va el
batallón tan de mañana? —respondió el tabernero con voz ronca.
—Venimos a gastá lo del aguinardo —informó
Antonio, con una amplia sonrisa dibujada en su rostro.
—¿Y qué es lo que queréis?
—¿Tienes patatas fritas?
—Sí, tengo bolsas grandes y pequeñas.
—¿Cuánto valen?
—La bolsa pequeña a quince pesetas, y la
grande a treinta y cinco.
—Pos, dame tres de las chicas.
—A vé, muchachos. Una grande tienen la misma
cantidá que las tres pequeñas juntas, y salen más baratas, ahora que si
vosotros queréis, a mí me da igual vendé unas que otras.
—Entonces, danos una grande, diez bolsas de
pipas, quince chicles Bazoka, vente regalines rojos y vente regalines negros.
—¿Alguna cosa más, Antonio? —consultó Ramón
al tenerlo todo dispuesto sobre el mostrador.
—Sí, danos, también, tres botellas de litro
de cola, tres de narajada y otras tres de limonada.
Una vez que concluido el intercambio de
dinero por los artículos solicitados, tras despedirse amablemente del
tabernero, retornaron junto al calor del brasero y, una vez allí, entre
chistes, conversaciones y algún que otro desacuerdo… pasaron la mañana comiendo
y bebiendo aquellas delicias que, aun siendo tan sencillas: para ellos eran
exquisitos manjares.
Los días cursaron tan rápidos que sin darse
cuenta, llegó la festividad del día 31. La cena de esa noche, por norma
general, la cena era más liviana y menos concurrida. En casa de los
Hinojal-Sánchez, de primero tomarían la tradicional sopa de ajos; de segundo,
conejo estofado y para deleite del paladar un puñado de gambas a la plancha,
otro de langostinos, un par de docenas de cangrejos y otras dos, de mejillones
al vapor. Al término de la degustación, los mayores, entre cigarrito va y
copita viene, y los pequeños medio dormidos, esperaban a las campanadas para
tomar las uvas reunidos en torno a la
mesa y recibir el Año Nuevo. Una vez concluido el evento, se abrazaron, besaron
y eufóricos gritaron: «Feliz Año 1974». Los mayores brindaron con una copa de
cava extremeño, procedente de unas bodegas de Almendralejo y los pequeños con
un vasito de refresco de naranja o limón, según sus preferencias y, a
continuación, una vez recogidos los enseres y depositarlos sobre la fregadera,
salieron a la calle con dirección a la taberna dónde se hallaba disfrazado y
con ganas de animar a todos los presentes, Ramón. El mismo que provisto de un
micrófono, anunciaba a todo el que se adentraba en el lugar:
—Buenas noches, señores ¡Feliz Año Nuevo! La
primera ronda, va por cuenta de la casa.
Junto a la puerta principal, una máquina gira
discos, la cual había sido manipulada por el técnico para que esa noche
funcionase sin necesidad de introducir la correspondiente moneda, ambientaba el
concurrido local con las típicas canciones de esos días. La taberna se había
convertido en el punto de reunión donde todos los vecinos acudían y se sentían
unidos como una gran familia, no solo en fiestas, sino por que allí, además del
agradable trato y las facilidades que brindaba a sus parroquianos, se podían
adquirir para llevar a casa: raciones de cortezas adobadas, bacalao rebozado,
cangrejos cocidos, mejillones picantes con salsa vinagreta, o de jamón y chorizo,
estos últimos tanto al corte como por enteros.
La madrugada avanzaba como cualquier otro
nuevo amanecer, mientras que los allí reunidos no paraban de bailar, reír,
saltar, y de felicitarse los unos a los otros, entre apretones de manos, copas y efusivos abrazos,
hasta que, a eso de las cinco,
comenzaron a retornar hacia sus respectivas casas. Las mujeres, cargadas con
los más pequeños y los hombres bien cargados, pero de de alcohol.
Unas horas más tarde, al levantarse, podía
verse reflejado en el rostro el desgano y el cansancio que arrastraban desde el
más pequeño al más grande. El día de Año Nuevo, por norma general, se pasaba
tranquilamente en casa, en compañía de los más allegados.
Los días, con sus noches y sus fiestas,
seguían caminando a buen ritmo. Ya solo faltaba por llegar la noche y el día
más deseado por los más pequeños, el día de Reyes. Ese día y el anterior, tanto
los adultos como los chiquillos estaban nerviosos. Unos por ver que les habían
traído; los otros, al sentir correr por su sangre la felicidad que les
embargaba al contemplar como sus hijos eran felices en aquellos años «tan
difíciles económicamente para la mayoría del pueblo español; pero a la vez, tan llenos de sentimientos y valores.
En la actualidad, el individualismo está promoviendo que desaparezcan y, de
continuar así: no solo desaparecerán las costumbres, sino también el ser humano
y todo cuanto nos rodea».
El día de Reyes, no hizo falta despertar ni
al más perezoso de los zagales. La algarabía que formaban se podía escuchar en
toda la barriada. Los gritos y las carcajadas se mezclaban con las ansias y el
nerviosismo al descubrir que sus
Majestades no solo habían pasado por casa, sino que les habían dejado juguetes. Y a pesar de que en la mayoría de
los casos no se correspondían con lo que en su día hicieron constar en la carta
enviada, ni aun así, mermaron la alegría y el entusiasmo de estos al ir
abriendo las cajas que contenían sus regalos. Satisfecha la curiosidad, con
sumo cuidado, los embalaron para salir a la calle cargados con todos los
obsequios. La plazuela era invadida por niños y adultos que iban de acá para
allá, unos corriendo, otros pedaleando... Un rato después, chicos y grandes
visitaban a los familiares y, una vez allí, además de enseñar los presentes,
recibían algún que otro juguete.
Concluidas las fiestas reanudaban los
estudios, quiero decir, regresaban al colegio. Los primeros días, durante el
recreo, además de contar con todo lujo de detalles que les habían traído sus
«mágicas majestades», intercambiaban información de cómo habían vivido y
transcurrido las celebraciones. Una semana después, tras la tormenta... y poco
a poco fueron adaptándose a las tareas escolares. Algunos alumnos se dedicaban
en cuerpo y alma a los estudios, eran conscientes de que a través de estos
podrían labrarse un próspero futuro; otros, en cambio, su único interés era el
juego y la diversión con los compañeros.
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