domingo, 2 de noviembre de 2014

Capítulo II Episodio 1


Un par de semanas después de comenzar el curso, faltando aún más de un cuarto de hora para que sonara el silbato y los alumnos entrasen a las aulas, en mitad del patio se encontraba rodeado de chavales que atónitos escuchaban, sin perder el menor detalle, lo que a este le había acontecido ese verano viviendo junto a la orilla del río. Hacia ellos avanzaba, dando grandes y rápidas zancadas, Roberto; el mismo a quién, a un faltando más diez metros de distancia para llegar junto al grupo, no le cupo la paciencia:
   —¡Qué!… ¿Ya está contando sus aventuras, Tarzán? Estoy seguro que todo es fruto de su imaginación —afirmó con ironía, sin saber siquiera de que iba todo aquello.
   —¡Oye, Roberto!..., ¿qué te ocurre con Antonio?... Siempre estás en contra de él —manifestó uno de los chavales.
   —Atontao, ¿acaso tus aventuras y historias son mejores? —interpeló malhumorado, Antonio.
   —A mí, no me pasa nada con él. Solo que estoy harto de tantas mentiras… ¡Sí es tan listo y sabe tanto!..., ¿por qué tiene que repetir sexto de EGB?... Y, de mis vacaciones, solo puedo decir que me lo he pasado muy bien. Este año, hemos estado en Alicante. Y las playas, sí que son interesantes y divertidas, no las mugrientas orillas de un asqueroso río.
   En aquellos instantes… sonó con energía el estridente y continuado sonido emitido por el silbato. Al oírlo, salieron todos corriendo como «alma que se lleva el diablo».
   Más tarde, durante el recreo, Antonio continuó conversando con sus amigos… Roberto, en cambio, vagaba solitario y meditabundo por el patio. Alguien le había informado de que Rocío y Antonio eran novios: «Será verdad o será otra mentira de ese imbécil» —pensó, mientras lanzaba patadas al aire, enfurecido: «Bueno… y si es verdad, pues peor para ella… Total, no es más que otra idiota como él».
   Por la tarde, al salir del colegio, Antonio se dirigió, sin entretenerse por el camino, hacia el barrio. Tenía, unas enormes, ganas de reencontrase con sus amigos; pero, sobre todo, con su amor. Cuando la vio jugando a la rayuela con Lucía, corrió a su encuentro:
   —Hola, chicas. ¿Qué hacéis? —dijo entre jadeos.
   —¿No lo ves? —respondió con sequedad, Lucía.
   —Rocío… ¿te puedo preguntá una cosa, al oído? —sugirió Antonio.
   —¡Venga!... Dímelo —respondió impacientemente.
   —¿Te puedo dá un beso cada vez que te vea, mi niña? —insinuó con voz baja y tembloroso.
   —¡Claro que sí!... pa eso semos novios. Y, no te dé tanta vergüenza, que ya lo sabe tó el barrio.
   —Si queréis…, podéis vení al cuartel general.
   —¿Para qué quieres que vayamos allí? —preguntó desconfiada, Lucía.
   —Pos, pa enseñaros a ónde jugamos siempre los muchachos.
   —¡Venga, vamos a verlo! —animó, sonriendo Rocío.
  Al entrar en el acuartelamiento, se quedaron asombradas al comprobar lo limpio y ordenado que estaba.
   —¿Quién os limpia el chisquero? —curioseó Lucía.
   —Bueno…, desde el verano han sio el Pedro y el Vicente los que tienen la llave del candao; pero cuando estamos todos, lo limpiamos cada día uno: es la mejó manera de que nadie lo ensucie.
   —¿Y pa entrá aquí, hay que hacer algo?...,  ¿o basta solo así, sin más? —inquirió Rocío.
   —No, no; las chicas no hace falta…, además… yo soy el que manda, y no creo que nadie diga na… ¡Por la cuenta que los tiene!
   —¡Venga!, menos cuento y vámonos ya… ¡Qué tengo que hacer los deberes! —exclamó Lucía.
   —¡Jo!... ¡Que agonía eres, Lucí! —protestó Rocío.
   —Tú verás… si te vienes, o te quedas —instó enfáticamente Lucía, al tiempo que salía con desaire de la barraca.
   Por las tardes, al salir del colegio, las chicas, después de merendar y hacer los deberes, salían a jugar a la comba, la goma, o a la rayuela; los chicos, unos a la peonza y otros a las canicas; los de la banda, se reunían en las inmediaciones de la barraca. Y, una vez que el sol se ocultaba, a eso de las nueve o las diez,  retornaban a casa. Dónde, después de cenar, los que contaban con televisor veían la programación, si es que sus padres se lo permitían. Por aquella época las películas y el contenido que la censura consideraba solo apto para adultos, antes de comenzar y junto al título, a mano derecha, aparecían dos pequeños rombos blancos.
   Lucía era una muchacha de unos trece o catorce años, espigada y desmejorada; su pequeña cabeza, encumbrada sobre un largo cuello, los ojos pequeños y marrones, de mirada esquiva, la nariz larga y puntiaguda como el pico de un jilguero, los labios enjutos y entreabiertos, la frente pequeña, la tez blanca y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, entre endejas ásperas y negras  que semejaban las crines de un jamelgo tordo. Era recelosa y arisca como un gato, tenía por costumbre salirse siempre con la suya. Normalmente, se mostraba serena; aunque con frecuencia, sacaba a relucir su terquedad y arrogancia. Tal vez, porque se había criado entre seis hermanos varones y estaba harta de ser siempre el objeto de sus ironías y atrocidades. Tenía en común con casi todas las chicas del barrio, el estar prendada de Antonio, aunque este jamás se había fijado en ella, y eso le desquiciaba con demasiada frecuencia.
   Tanto Lucía como Rocío vivían en el portal contiguo al de Antonio; frente por frente, en la segunda altura. El exterior de las viviendas prácticamente se repetía en todas las edificaciones, excepto en la primera fila, con respecto a los muretes de contención, ya que estas estaban a ras de tierra junto a la plazuela. Las encaladas fachadas, tan blancas como la claridad de luz del día, todas ellas daban a dos calles, con tres ventanas a cada una de ellas. El portal sobresalía un metro de las rectas y austeras fachadas; este estaba protegido por una puerta de dos hojas, con negros barrotes de hierro que recordaban a las puertas de las cárceles. Para acceder a la primera altura, había que remontar cinco peldaños; el resto de alturas, de rellano a rellano, con una meseta intermedia, dieciséis. En total cincuenta y cuatro inclinados y angostos escalones. Cuando se encontraban dos personas, subiendo  o bajando en el mismo tramo de escaleras, uno de ellos se tenía que apartar, normalmente, cedía el paso el que se encontraba subiendo, para permitir el paso al otro; esta maniobra se realizaba, o bien en el rellano…, o bien en las mesetas o descansillos. En las mesetas, de pared a pared, había una barandilla de un metro de altura constituida por una pletina de cuatro centímetros de ancha en la parte superior y otra en la inferior; entre una y otra, en vertical y separados cada quince centímetros destacaban los delgados y negros barrotes de hierro. De ese mismo material estaban constituidos la barandilla y el pasamano que discurría a lo largo y alto de las reducidas y angostas escaleras. Apenas contaban ochenta centímetros de anchura.
   Entre el edificio y la calle, a unos cinco metros, discurría un largo, bajo y entrecortado muro de contención, todo él de mampostería, finamente rejuntado con blanqueada argamasa. Entre el muro y el edificio, a unos tres metros y alineadas en paralelo a las viviendas, cinco acacias por cada dos portales. Árboles que aportaban sombra y frescura a las viviendas en verano, y junto al muro, a unos veinticinco metros unos de otros, una hilera de postes prefabricados de hormigón que, además de distribuir el tendido eléctrico a través de cinco cables desnudos y superpuestos en vertical, frente a los portales, a través de una negra y gruesa manguera eléctrica se distribuía la corriente a todas y cada una de las viviendas. También, en cada uno de los postes, frente al portal, una gran cazoleta de aluminio daba cobijo a una alargada  y blanquecina bombilla que servía tanto para alumbrar la calle como el hueco de las escaleras. Y, frente al portal, una oquedad en el muro daba cabida a unas escaleras labradas en azulado granito, que a su vez permitían el acceso a la explanada existente entre el inmueble y el mampuesto, y que a través de ella se accedía al portal.
   A partir de la medianoche, en el barrio solo se oía, de vez en cuando, el ladrido de los, muchos perros que campeaban a sus anchas rebuscando entre las basuras algo que llevarse a su desnutrido estómago, alguno de ellos, estaban habituados a saciar el hambre como las serpientes pequeñas: una vez a la semana.
   A las siete en punto de la mañana, aún anochecido, se podían escuchar al compás las inacabables campanadas del vetusto convento junto al lastimero aullido de los huidizos y aterrados perros qué, asustados por el incesante y estridente sonido, salían corriendo, con el rabo entre las patas, como si tras ellos corriese la negra e inapelable muerte.
  Una hora más tarde, las madres comenzaban a despertar a sus hijos y, tras desayunar, acompañaban, a los más pequeños, hasta las inmediaciones del colegio.



No hay comentarios:

Publicar un comentario